Estreno diseño y dirección.
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Fernando Savater publica hoy un artículo interesante en El país sobre nuestra fascinación por los energúmenos, esa debilidad por los demoledores que, naturalmente, no es solamente española.
No me resulta fácil comprender por qué este tipo de vociferantes despierta tan morboso deleite en personas que en otros asuntos prácticos de la vida atienden a argumentos y no a iracundos rebuznos. Siempre me he resistido a creer —aunque no faltan pruebas que la abonan— en la teoría que expuso Enrique Lynch en un artículo hace bastantes años: que los españoles sentimos una suerte de veneración por los energúmenos. Prefiero suponer que para muchos, incluso inteligentes, es una satisfacción mayor descalificar a personas que refutar argumentaciones. Christopher Hitchens protestaba contra este vicio que le aplicaban de vez en cuando algunos de sus antagonistas en debates públicos: “Me había acostumbrado al nuevo estilo de la seudoizquierda, según el cual, si tu oponente creía que había identificado el motivo mas bajo de todos los posibles, estaba bastante seguro de que había aislado el único verdadero. Este método vulgar, que ahora es también la norma del periodismo actual que no es de izquierdas, está diseñado para convertir a cualquier idiota ruidoso en un analista magistral” (en Hitch-22). Lo malo es que el propio Hitchens, y yo mismo, ay, y tantos otros, hemos incurrido a veces en esa práctica cuya mala fe nos resulta tan evidente cuando somos pacientes de ella…
Dos explicaciones ofrece Savater para entender este achaque de nuestra cultura. La primera es la tentación de convertirse en conciencia moral y, por lo tanto, renunciar a la autocrítica. La segunda es el "rabioso afán de llegar a conclusiones". Mucho más gratificante el juicio tajante que el matiz...
El programa puede consultarse aquí
Ludolfo Paramio publicó hace tiempo un ensayo brillante en nexos sobre los dilemas del feminismo en un ensayo titulado precisamente "El derecho a la infelicidad."
No creo que en ningún sentido se pueda decir que la libertad conduce a la felicidad. Me parece obvio, por el contrario, que la libertad (a su vez condición imprescindible para la igualdad) conlleva el riesgo, la inseguridad, la necesidad de optar. La infelicidad, en una sola palabra.
...
La felicidad, ese estado ovino de armonía entre aspiraciones y logros al que todos querríamos llegar, no tiene nada que ver con la libertad ni la emancipación. Por algo los asociamos imaginariamente con la infancia, con la dependencia de unos padres idealizados que nos protegían. Cuando se apuesta por la libertad, por el contrario, es preciso tener una clara determinación de pagar el precio correspondiente, en términos de infelicidad e inseguridad, muchas veces en términos de soledad. Pero esa no es una razón para dejar de lado, como un simple sueño, la aspiración a la libertad y la igualdad, también en las relaciones de pareja. Es, por el contrario, una razón para hacer esa apuesta con plena conciencia de su precio, para saber lo que somos capaces de exigirnos a nosotros y a otros (a otras).
¿Sabías que eres el culpable de que yo sea presidente?, le preguntó Havel a Lou Reed. Velvet Underground no habrá vendido muchos discos. Fueron 30,00 copias vendidas pero, según Brian Eno, cada uno de esos compradores formó su propia banda. Una de las bandas que surgieron por influencia del grupo fue The Plastic People of the Universe, un grupo de Praga que fue censurado por el gobierno comunista. Aquella censura provocó la indignación del dramaturgo quien se vio de pronto como líder de la disidencia. Aquí se puede leer una crónica de una conversación pública entre ellos y por acá un video sobre su relación (trozos en checo). Durante su sabático en Nueva York, Columbia recogió documentos sobre él. Aquí se encuentran testimonios de Lou Reed sobre Havel.
El presidente Nicolás Maduro ha creado el órgano político de la felicidad. Ya existe en Venezuela un Viceministerio para la Suprema Felicidad del Pueblo. Se trata, por supuesto, de un homenaje a Hugo Chávez. El presidente venezolano ha concebido la oficina como una especie de escalera de gratitud al más allá: las misiones sociales que el Viceministerio coordinará serán llevadas “al cielo en agradecimiento a Hugo Chávez.” Venezuela, se dispone a ser la segunda necrocracia en el mundo. A Chávez se le ha definido ya como Líder Eterno. No es que sea simplemente una inspiración para el gobierno de Maduro, el sucesor se considera emisario de un inmortal que a veces se transforma en pajarito. Por eso el presidente venezolano duerme con frecuencia, según reveló recientemente, al lado de la tumba de Chávez. Por las noches, junto a los sabios huesos del eterno líder, reflexiona.
Viceministerio para la Felicidad: una dependencia gubernamental para proveer, desde el Estado, lo intransferible. Dedicar la política pública a conquistar lo accidental. Eso y no otra cosa es la felicidad: un accidente personal, grato, fugaz. El Estado es el más inútil de cuanto agente de felicidad pueda imaginarse. Qué feliz soy ahora que hay ministerio de la felicidad, se burlan los venezolanos. Alcanzar la felicidad por decreto; lucir radiante por obra del Estado; ser feliz como un deber de patriotismo. La infelicidad no será ya solamente una desdicha, sino un ingratitud al otro Eterno. Lo sabrán los revolucionarios desde ahora: ofende al Inmortal quien entristezca. Tal vez la oficina venezolana sea una de las instituciones más ridículas en la historia del absurdo político. El necrochavismo rinde un involuntario homenaje al gabinete de Orwell. A sus Ministerios de la Verdad, del Amor, de la Paz y de la Abundancia, habría que agregar ahora el Ministerio de la Felicidad.
Hay que decir que el ridículo chavista no es, sin embargo, exótico. Es más bien, reflejo de la moda. Tal parece que se esboza en nuestros tiempos un consenso por ubicar la felicidad no solamente como un deber personal sino como la verdadera misión de la política y de la economía. La acción gubernamental habrá de obsequiarnos, en su infinita bondad, el éxito profesional, la estabilidad familiar, el entendimiento conyugal, la salud, la satisfacción moral, el disfrute de la naturaleza, las delicias eróticas. La política nos entregará un regalo precioso: gracias a ella sentiremos la alegría de vivir. Por la sabia actuación del poder público despertaremos con una inmensa sonrisa en los labios y nos iremos plenamente satisfechos a dormir por las noches. Decía que hay algo muy contemporáneo en el risible viceministerio porque desde hace un tiempo la felicidad se ha convertido en una industria académica y en alimento cotidiano del discurso público. Hay instituciones empeñadas en medir la felicidad, como si ésta fuera mensurable. Hoy amanecí 28% más feliz que ayer pero 14% menos feliz que mi vecino. El barrio está detenido desde hace dos meses en su Índice de Felicidad Integral. Parecerá broma pero hay economistas que se empeñan en la contabilidad. Alguno seguramente se ofenderá al enterarse de que esa necedad aritmética se pone en entredicho. Hay muchos papers que documentan nuestra metodología, responderán… Gobiernos como el británico han adoptado la muy francesa idea de medir la felicidad y usar el índice para orientar la política pública. Dejemos de hablar del Producto Interno Bruto, midamos ahora la Felicidad Interna. ¿Qué importa nuestra miseria si somos tan felices?
Estas ingenierías de felicidad colectiva corresponden al ensanchamiento del poder público. Un Estado tan potente que resulta antidepresivo. Los jacobinos franceses pensaron que estaban fundando la felicidad. La revolución no era origen de la justicia o el bienestar: era la partera de la felicidad humana. Por eso Saint-Just llegó a decir que la idea de la felicidad era una idea nueva en Europa. La abolición de la religión para el marxismo significaría el fin de la felicidad ilusoria y la fundación de la felicidad real. No necesitaremos ya el opio aquel: seremos auténticamente felices. Uno de los títulos de Stalin era precisamente “jardinero de la felicidad humana.”
Es necesario escapar de la cárcel de una libertad obligatoria. Darle la bienvenida cuando aparezca y saberla soltar cuando nos abandona. Reconciliarse con la desdicha, disculpar nuestros tropiezos, aceptar las visitas de la tristeza. Ser feliz es, desde luego, un derecho. No puede ser una obligación y mucho menos, un decreto del poder público. La felicidad pertenece a la órbita privada y debe permanecer ahí. No sería aceptable una definición imperativa, aplicable a todo mundo. Al poder público corresponde, por supuesto, la defensa del interés común, pero nunca definir la ruta de la felicidad ni proclamar su sentido verdadero. “El objetivo de la política no es la felicidad sino la libertad”, dijo Cornelius Castoriadis hace casi 20 años. Sigue teniendo razón.
Cees Nooteboom
¿No se suponía
que los cuerpos habían de ser sólidos?
¿No dice el manual que se apoyan en dos pies,
que yacen sobre la espalda?
¿Corazón, hígado, riñones,
todo en su debido sitio?
Ojos que te miran,
boca tan reconocible
como llena de promesas.
¿O puede ser como aquí,
desbaratados
por el deseo,
las piernas soltándose de su rosado epicentro,
la suave carne reluciendo
de gozo posible,
un zumbido sensual
que gira en el espacio,
se excita,
se eleva
a donde ya no puedes seguirlo,
el pájaro más codiciable,
inencontrable,
huyó?
Traducción de Fernando García de la Banda en Luz por todas partes. Antología publicada por Visor de poesía
Hace 170 años Marx dijo que la religión era el opio del pueblo. ¿Lo seguirá siendo? La revista Intelligent life hace la pregunta y ha encontrado respuestas interesantes. Rory Stewart piensa que nuestros hijos se han vuelto la obsesión contemporánea. "La nuestra es la primera civilización que encuentra su realización más plena en sus descendientes." Dejamos de adorar a nuestros ancestros para adorar a nuestros hijos. Lottie Moggach cree que el sedante al que nos hemos vuelto adictos es internet. La humanidad siempre ha perdido el tiempo pero nunca como ahora con la red disponible en todos lados, la evasión del pensamiento ha estado tan a la mano...
También se puede votar por el opio de hoy.
Esta semana la revista Dissent cumplirá 60 años. El New Yorker festeja la revista con un artículo de George Packer. Hay algo quijotesco en el empeño de publicar una revista socialista en Estados Unidos--más aún en tiempos de Eisenhower y McCarthy.
El socialismo de Dissent nunca fue un programa doctrinario. Estaba más cerca del espíritu crítico, era una visión de una sociedad más justa, una apertura a los movimientos de cambio democrático, el rechazo a aceptar lo dado, en sus propios términos. (Irving) Howe usaba la palabra "utopía" con un sentido propio. No hablaba de un paraíso de dogmáticos, sino algo mucho más modesto y humano--el anhelo de lo que puede ser. "Sea una opción real o una simple fantasía, escribió en su autobiografía, esta utopía es tan necesaria para la humanidad como el pan y el cobijo."
Escribe Vila Matas:
Ayer se cumplieron 100 años del 21 de octubre de 1913. Ese día, Franz Kafka consideró que lo había desperdiciado. Llegó a su casa a las diez de la noche y anotó: “Día perdido. Visita a la fábrica de Ringhoffer, seminario de Ehrenfels, luego en casa de Weltsch, cena, paseo, y ahora, a las diez aquí. Pienso continuamente en el escarabajo negro, pero no escribiré”.
Le perseguía ese oscuro —oscurísimo— insecto desde que un año antes escribiera La transformación (más conocida por La metamorfosis), relato que aquel 21 de octubre de 1913 llevaba ya inédito casi un año, guardado en un no menos oscuro cajón de su escritorio.
Si nos acercamos con mirada dictada por la alegría a esa escena nocturna en la que Kafka escribe que ha desperdiciado el día y evoca el escarabajo, puede que pensemos que nada va mal en ella, pues a fin de cuentas tenemos ahí a un joven que guarda un gran inédito en su escritorio y está sentado en el centro de una estancia que ofrece la imagen misma del bienestar y también de la gracia, pues está tocada por el espíritu del genio que la habita.
Pero si a la misma escena nos acercamos con mirada dictada por la tristeza, puede que veamos que todo ahí va pésimo, pues ese 21 de octubre el joven Kafka se halla hundido en graves titubeos. De hecho, le invaden toda clase de dudas sobre su escritura: “En el fondo soy un hombre incapaz, ignorante, que si no hubiera ido obligado a la escuela, solo valdría para estar acurrucado en una caseta de perro…”.
¿Quién crea las dudas en los jóvenes genios? ¿Cómo es posible que alguien que ha escrito ya La transformación —relato que se convertirá en un clásico de la literatura de todos los tiempos— se vea a sí mismo como un perro y se dedique principalmente a ejercicios de desesperación?
En 1945, mientras Isaiah Berlin trabajaba como agregado en la embajada británica en Washington, fue invitado por el embajador norteamericano en México para pasar unos días en el país. Berlin estaba enfermo y aceptó la invitación porque creía que le caería bien el clima templado. El historiador estuvo un par de días en la ciudad de México y un poco más de una semana en Cuernavaca. El recuerdo de esa breve estancia lo acompañaría de por vida. No eran ciertamente memorias dulces que evocara con nostalgia, eran recuerdos perseverantes de un horror.
No se conservan cartas escritas en México pero sí un par de mensajes en los que recuerda sus desventurada visita. México horrorizó al liberal. En el segundo tomo de sus cartas se publicó una carta dirigida a la esposa del embajador Morrow en la que le agradecía aquella invitación. Tras las fórmulas de la gratitud, Berlin le confiaba su incomodidad. México le parecía un país cruel y sangriento al que nunca querría regresar. Le impactó el arte mexicano pero sólo por el barbarismo de su imaginación. Diego Rivera, el muralista, le habrá parecido un romántico de la atrocidad. Me aterró la mirada de los mexicanos, confesaba. Jamás me podría sentir tranquilo con ellos.
Recientemente se ha publicado el tercer tomo de las cartas de Berlin. Como los volúmenes anteriores, se trata de una edición impecable de Henry Hardy, el hombre que se ha dedicado a rescatar de baules y cajones la obra de este escritor reticente. Este volumen, significativamente titulado Construyendo, cubre las cartas escritas entre 1960 y 1975: de la presidencia de Kennedy al ascenso de Margaret Thatcher. Un periodo particularmente fértil en el trabajo de Berlin. Conferencias por todo el mundo; ensayos sobre Herzen, Vico y Maquiavelo, programas en la BBC, participación en el comité directivo de la ópera de Covent Garden. En este segundo volumen se incluye una segunda carta sobre México, dirigida en esta ocasión a una de sus mejores amigas, la socióloga Jean Floud.
Al enterarse que Floud daría unas conferencias en El Colegio de México en verano de 1968, le advirtió que encontraría un país pavoroso. Berlin se compadece de su amiga y no le esconde su impresión de ese país salvaje. “México. Estuve muy aterrado,” le escribe Berlin, subrayando el adverbio. México le resultaba incomprensible, no solamente por su violencia sino, sobre todo por esa la celebración de la violencia que aparece en todos los rincones. Veinte años después de haber vivido unos días en Cuernavaca, el recuerdo de la barbarie mexicana seguía fresco. Llegaron a su mente las imágenes de la violencia enaltecida por el arte. “Esos murales empapados en sangre—sangre en todos lados,” le cuenta a Floud. Berlin entiende la lección de Rivera: la historia de este país es una sucesión de sacrificios y masacres. Los personajes pueden cambiar pero el libreto mexicano es la tediosa repetición de la muerte. Aztecas o conquistadores, indígenas o españoles, liberales o revolucionarios: degolladores y degollados.
Este no era sitio para Berlin. El campo mexicano le era del todo extraño: remoto, extranjero: “D. H Lawrencesco.” Sí, reconoce Berlin, el tequila está bien, pero el sólo recuerdo de un hombre escupiendo fuego en la calle le horripilaba. Al recordar México, Berlin volvió a ver el rostro de indígenas impávidos, inertes mirando el cielo sin parpadear. Hombres petrificados. Demasiado tiesos, dice. Inhumanos. México, concluye Berlin, no es país para liberales de concha suave—como yo.
Estados Unidos nació inventando una ciudad. Su Congreso, en una de sus primeras decisiones, decidió levantar, sobre un pantano, una ciudad hecha para la política y sólo para ella. No hay mito en su fundación, no hay leyendas de sus primeros pobladores que hagan misteriosa, sobrehumana la aparición de la ciudad. Un decreto ordenó su creación en 1790. Sigue siendo en alguna medida una isla: una ciudad de trazo imperial y arquitectura republicana que vive para sí misma, a pesar de haber nacido como enclave de la neutralidad federal. Un libro reciente se ha propuesto hacer la antropología de esa ciudad. Mark Leibovich, corresponsal del New York Times en Washington, publicó hace unos meses una crónica divertida, venenosa, demoledora del club que gobierna al país más poderoso de la tierra. El libro se titula Este pueblo y adopta la forma de una crónica de sociales. Se habla aquí del hormigueo de un pequeño grupo de privilegiados que va de una fiesta a otra, de una sesión del Congreso a un estudio de televisión, de una campaña política a cena de beneficencia. El libro ha causado conmoción. La élite washingtoniana se descubre retratada en sus páginas, con una mezcla de morbo y vergüenza.
En la primera lectura, este libro que conozco gracias a la recomendación de Leo Zuckermann, no es más que un largo catálogo de chismes. Más de trescientas páginas de indiscreciones. Washington aparece como una especie de condominio en el que todos han pasado por la recámara de todos, donde todos se han peleado alguna vez a muerte y se han jurado también amor eterno. Una comedia en la que todos, inflados por la vanidad y la megalomanía, se imaginan que cambiarán al mundo y sólo logran cambiar de peinado. El chismerío tiene su gracia y su importancia. Entender la política es, en buena medida, comprender esa telaraña de simpatía y animosidad que marca las relaciones humanas. Lo es más en este cuadro de costumbres políticas tan alejadas de cualquier noción de servicio público. La política reducida a la producción de fama y a la explotación mercantil de la fama.
Pero ahora este maestro está aturdido
no acepta órdenes y está encogido.
De repente aquí está y sin clamor
se levanta en todo su esplendor.
Poema de Goethe, citado por Roger Bartra en "Erecciones y libre albedrío", Letras libres, octubre de 2013.
Se ha publicado recientemente un retrato de Lucian Freud hecho de conversaciones con quienes lo conocieron de cerca: amigos, familiares, galeristas, gente que posó para él. Georgie Grieg, el autor de este libro escandaloso y conmovedor, ha juntado los pedazos para armar una biografía íntima del artista: cientos de amantes, muchos hijos a los que apenas conocía mientras retrataba, deudas, pleitos, enemistades. Casi nadie tenía su teléfono; cada relación aislada del resto.
Stanley Fish escribe un artículo en el New York Times sobre el nuevo libro de Martha Nussbaum sobre el amor y la justicia. La justicia, dice Nussbaum, no puede construirse con ladrillos estrictamente institucionales: requiere cultivar sentimientos de reciprocidad. Correspondería al poder público sembrar esas emociones con el ejemplo, las ceremonias públicas, el arte.
Malcolm Thorndike Nicholson, por su parte, critica a Nussbaum en Prospect. Nussbaum ha creado una industria de reflexiones morales que emplea a los clásicos de la literatura no solamente para ilustrar su filosofía, sino para desarrollarla. El problema es que el recurso se convirtió en una fórmula y una excusa para dejar de pensar rigurosamente. La idea de una política de amor no deja de ser preocupante para una sensibilidad liberal.
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Aquí puede leerse una entrevista con Nussbaum sobre su libro.
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