Por primera vez en su gestión, el presidente Calderón pudo presentarse en el Congreso, leer tranquilamente su mensaje y recibir el aplauso de los legisladores. Lo que no ha hecho el presidente en su país, lo pudo hacer en la capital de los Estados Unidos. Recibió el reconocimiento de los aplausos y la severa crítica del silencio. Respeto en la coincidencia y respeto en el desacuerdo. Llama la atención el hecho y subraya nuestra anomalía institucional: al jefe del Estado mexicano no le es permitido dirigirse al Congreso de la Unión para presentar su visión de la realidad y desenvolver sus propuestas políticas. El Congreso mexicano le ha cerrado la puerta al presidente de México, sin aceptar siquiera su propuesta de dialogar directamente. La tribuna legislativa que Felipe Calderón ha podido ocupar está fuera de nuestras fronteras, en Washington.
El discurso del presidente Calderón fue un acierto porque supo dirigirse a la clase política norteamericana sin descuidar al auditorio mexicano. Su oratoria no fue decorativa. Cuestionó con severidad el comercio de armas, vinculando el incremento de la violencia en México con liberalización de la de venta de armas de asalto. “Hoy en día, estas armas están siendo usadas por los criminales, no sólo para atacar a bandas rivales, sino también a civiles mexicanos y las autoridades. Y con todo el debido respeto, si ustedes no regulan adecuadamente la venta de estas armas, nada garantiza que los criminales aquí en Estados Unidos, con acceso a estas mismas armas poderosas, no decidirán a su vez apuntarlas a las autoridades y los ciudadanos estadounidenses.” Condenó también la ley de Arizona como una norma cuya aplicación alienta el racismo. Al abordar estos temas, el presidente Calderón sabía que tocaba fibras sensibles en la clase política de los Estados Unidos. Sabía bien que hablar de restricciones al comercio de armas es activar la enemistad de un sector poderoso y visible de la política norteamericana. Sabía también que la ley de Arizona ha resultado popular y que cuestionarla es ganarse la antipatía de sus muchos defensores. El presidente decidió no sobrevolar el Capitolio con puros adornos retóricos sobre la amistad y la cooperación: abordó con claridad y sin medias palabras los núcleos del desencuentro entre los dos países.
Pero la elocuencia de la discrepancia no encontró un paralelo en la propuesta.
El discurso del presidente Calderón fue más quejumbroso que propositivo. Quienes escucharon al presidente de México en el Capitolio pudieron identificar con claridad cuáles son sus resquemores frente al vecino, pero difícilmente habrá ubicado su propuesta. Sí, se habló reiteradamente de puentes. Pero la metáfora quedó en eso: en una imagen gastada y vaga. No se propuso el presidente trazar en la imaginación de la clase política de los Estados Unidos, el recorrido de ese viaducto necesario. El arrojo presidencial para exponer los desacuerdos no se acompañó de lucidez para dibujar un boceto de futuro. En el Capitolio, el presidente se retrató como norteamericanista. De dijo convencido de que América del Norte puede ser la región más fuerte y más próspera en el mundo. Llamó a diputados y senadores de Estados Unidos a trabajar con fe por esa prosperidad norteamericana, pero no presentó el croquis de algún itinerario común.
Ante los legisladores norteamericanos, quiso el presidente presentar el cuadro de un país decidido al cambio y envuelto en una dinámica de transformaciones aceleradas. Calderón volvió a celebrar como exitosas reformas mediocres como la energética y la fiscal. El mismo presidente que hablaba hace unos meses de la frustración que sentía por la mediocridad de los cambios que lograba procesar el sistema político, presentó ahora un cuadro contrastante. México cambia aceleradamente y se ha convertido en un socio ejemplar de los Estados Unidos: un socio con un eficaz estado de derecho y una economía competitiva y moderna. Sólo quien no sepa nada de México en la última década podría concordar con las glorias del reformismo a las que cantó el presidente en Washington. Todos, empezando por el propio presidente quien así lo ha reconocido, sabemos que el país está detenido y que está muy lejos de lograr las reformas que le hacen falta.
Como visita de Estado, el viaje del presidente a Washington fue un éxito. En tiempos particularmente delicados para su gestión, recibió el respaldo y aún podría decirse, el afecto del presidente Obama. Las distinciones que mereció el presidente mexicano no deben pasarse por alto pero tampoco deben sacarse de proporción. Queda claro que no existe una iniciativa mexicana para lanzar la relación con los Estados Unidos al futuro. Hay reclamos, no propuestas.
¿Después de lo de Arizona qué? Hay más legislaciones en otros estados por venir quizá. ¿Vamos a celebrar que la guardía nacional esté en la frontera para controlar 'solamente' armas?
Los políticos mexicanos no saben hacer política más allá de miedos, lucimiento o hipocrecía. No hay política para mejorar cómo viven las personas, sean como sean, piensen como piensen y voten como voten. Clientelismo y rencor es un gen y complejo políticos que hace más perjuicios que beneficios a los políticos, desdeña su potencial. Calderón anda mal, no le sale nada bien.
Publicado por: Omar Alí Silva Alvarez | 31/05/2010 en 12:29 p.m.