Sería un consuelo pensar los problemas de nuestra política son sólo nuestros. Sería grato imaginar que los defectos de nuestra democracia son únicos, que provienen de nuestra inexperiencia, de la herencia de instituciones de un régimen previo. Sería un alivio si nuestra exótica enfermedad contrastara con la admirable salud de nuestros vecinos. Pensar que nuestras dificultades provienen justamente de nuestra rareza o de nuestro rezago. De ser así, la tarea sería sencilla: bastaría con imitar inteligentemente. Aprender de la experiencia de los exitosos y adaptar sus recetas a nuestra realidad. Si todos a nuestro alrededor parecen saludables y corpulentos, habría que copiar su dieta y hacer sus ejercicios. El único problema con ese cuento que muchos se cuentan y nos cuentan es que afuera, esas democracias modélicas viven una crisis severa y están tan enfermas como la nuestra. Ante emergencias gravísimas, las democracias que consideramos más avanzadas ofrecen parálisis, desacuerdo, ineptitud. Los legisladores actúan como delegados de sus patrocinadores, cerrados al acuerdo, negados a la decisión. El interés general no despunta entre la obstinación del localismo y la ideología. La ciudadanía no se ve reflejada en el mosaico de sus parlamentos, la distancia entre clase política y sociedad se ensancha. Atravesamos una seria crisis de la democracia en el mundo occidental. Timothy Garton Ash, el historiador del presente, apuntaba apenas hace unos días que el atasco político parecía conducir a Estados Unidos y a la Unión Europea a la decadencia: Padecemos “una política hipersensible al dinero, los intereses especiales, las campañas mediáticas, los grupos de interés, los grupos de enfoque, el último sondeo de opinión y la próxima elección local.”
Por eso sorprende la credulidad de algunos promotores de la reforma política en México que piensan que con un par de modificaciones, el país cuadrará el círculo: el poder se alojará felizmente en la ciudanía; los políticos se emanciparán de las burocracias para rendirle cuentas al soberano que vota; el parlamento discutirá con altura y, libre del influjo de los poderes económicos, iluminará el interés nacional. Advierto: creo que necesitamos una reforma institucional. No tengo duda de que debemos cambiar reglas, modificar el mecanismo básico de alicientes y castigos. Pero promover la reforma no llama a despertar expectativas absurdas. No necesitamos engañabobos para combatir a los conservadores que piensan que no hay nada que cambiar. El tema de la reelección legislativa es emblemático: algunos nos quieren vender la idea de que ese cambio traería un cúmulo de transformaciones virtuosas en la política mexicana. Con inmenso simplismo, nos dicen que, tras la reelección, desaparecerían los improvisados porque habría políticos profesionales atentos a la voluntad ciudadana, capaces de atender el interés público y rechazar las imposiciones de las jerarquías. Ofrecen, desde luego, multitud de estudios comparativos, sin advertir que en ninguna parte del mundo la reelección resulta abreviatura de la soberanía ciudadana. Vuelvo a decirlo: creo que a México le conviene restablecer la reelección en el legislativo y en los ayuntamientos. Creo que generaría cambios positivos en el país (aunque también supondría costos y peligros). Lo que no acepto es que el debate político siga la pauta de la publicidad de media noche. Si a esas horas vemos en televisión las ridículas curas infalibles para la obesidad, a todas horas escuchamos que la reelección rompería el perverso imperio de los partidos; haría que los políticos fueran súbditos de la gente, motivaría la patriótica colaboración en el legislativo y entre los poderes y daría a los ciudadanos un control efectivo sobre su democracia. Yo no pienso llamar al número 01800 que aparece en pantalla.
La reelección es, a mi entender, el complemento necesario de la elección: voto hoy para examinar mañana el efecto de mi decisión. El voto expresa una confianza que caduca. Tras un periodo de prueba, toca al elector renovar la confianza o cancelarla. La reelección cierra teóricamente el círculo de la representatividad pero en la práctica está muy lejos de ser garantía suficiente de proximidad entre gobierno y ciudadanía. ¿Festejan todos los países que tienen esta institución ordinaria, la estrechísima unión entre los vecinos y sus representantes? ¿Celebran que, gracias al poder de premiar y castigar, los ciudadanos de a pie son los jefes reales de sus diputados y que las decisiones del parlamento reflejan con fidelidad sus intereses? Es cosa buena que en Estados Unidos y en Europa exista reelección legislativa. Debemos seguir su ejemplo pero, advirtamos que esa institución no es puente al paraíso de la identificación, ni garante de la soberanía ciudadana. Si queremos promover la reelección legislativa no necesitamos cultivar esas absurdas ilusiones que, más temprano que tarde, reventarán. La reforma no necesita engañabobos.
NO REELECCION SI REVOCACION
http://noreeleccionsirevocacion.blogspot.com/
NO REELECCION SI REVOCACION
Mejor la revocación de mandato, mejor una ley de partidos políticos, mejor verdadera democracia al interior de los partidos políticos, modificando el COFIPE, voto universal, libre, directo y secreto de los militantes de los partidos políticos, no al dedazo de los dirigentes de los partidos en la elección de candidatos a puestos de elección popular.
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Publicado por: Juan | 25/07/2011 en 03:16 p.m.