Con buen tino, los productores del documental La vida examinada pescaron a Kwame Anthony Appiah en el aeropuerto de Toronto. Su vida y sus ideas han estado atadas a una maleta, en el puente de un continente a otro. La cinta de Astra Taylor presenta un curioso desfile de pensadores contemporáneos. Mientras Slavoj Zizek refunfuña frente a un basurero, Appiah habla con tranquilidad y elegancia. No sabemos si llega, se va, o si está cambiando un avión por otro. Lo que se ve es que no tiene prisa. Se desplaza por los pasillos del aeropuerto reivindicando la serena ética del cosmopolita antes que la inquietud del nómada. Si una mañana caminamos por una avenida de Nueva York, dice, nos encontraremos con más seres humanos de los que los antiguos habrían conocido en toda su vida. Toda la Atenas de Sócrates podría dormir en unos cuantos edificios. La unidad política era diminuta: todos los ciudadanos se conocían, no había sitio para el anonimato. La comunidad política era, literalmente, familiaridad. La convivencia en la ciudad partía de la existencia de una sola cultura, un espacio común, un lenguaje compartido, una plaza donde todos nos encontramos. El espacio de la política cambió radicalmente. Primero apareció el estado nacional y después algo más grande que aún no encuentra nombre. Appiah cree que esa mutación nos exige reconocer una responsabilidad que va más allá de nuestro núcleo: pensar con seriedad qué significa ser ciudadano del mundo. Necesitamos ejercitar el hábito de la coexistencia, es decir, recuperar la conversación en su sentido básico. Escucharnos, si vamos a vivir juntos.
La idea de una hermética identidad cultural se ha impuesto. Culturas vistas como fortalezas en irremediable rivalidad. Cuando Samuel Huntington habló de civilizaciones en pugna muchos pararon la oreja. Al caer las torres gemelas, muchos más lo convirtieron en oráculo: las guerras que vienen no serán pleitos económicos ni territoriales: será embestidas de una cultura contra otra; unos devotos contra otros; algún dios contra sus infieles. Esta visión ignora que la membrana de las culturas (si es que la tienen) es porosa. No es metal lo que recubre las civilizaciones. Más aún, los encuentros (y desencuentros) reales son intercambios entre hombre y mujeres de carne y hueso.
La filosofía de Kwame Anthony Appiah apuesta a la recuperación de la sensibilidad moral antes que al hallazgo de un consenso normativo. Sensatez del nombre de pila: filosofía para Juan y para Verónica; no para el mexicano, el musulmán, el negro, el homosexual. De abstracciones están hechas las teorías pero las relaciones sociales se tejen con carne y hueso. La razón política no puede ser la excusa para ignorar al otro concreto, al disfrazarlo con una abstracta identidad. Odios y fraternidades abstractas frenan la fluidez de lo real.
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