Gobernar es una destreza, no un conocimiento. Es habilidad, no teoría. Las tareas del gobernante están por eso más cerca de la agilidad del gimnasta que de la precisión del ingeniero. La modernidad se ha empeñado en olvidar esa elemental lección maquiavélica: la política es arte y olfato, cautela y audacia. El entendimiento del poder fue otro desde el momento en que Thomas Hobbes escribió en el capítulo XX de su Leviatán que la formación y el mantenimiento de los reinos no se parecía al juego de tenis. No es una práctica como el deporte de raqueta, decía: es, como las matemáticas, un edificio a reglas sujetado. La pericia, desde entonces, se desdeña.
La ciencia política contemporánea tiene un agujero: el político. Ese personaje cuyo espejo quisieron captar los grandes pensadores del Renacimiento ha caído en el olvido. El gobernante ha quedado arrinconado en los márgenes de los estudios de regímenes, instituciones, políticas públicas. Tan sólo hablar del tema ofende a los escolares. Brincan de inmediato diciendo que hablar del sujeto gobernante supone nostalgia de un salvador, desconfianza de las reglas, desprecio de lo social. El estudio serio de la política ha de emprenderse como si al coche no le hiciera falta un conductor despierto. Lo que importa, lo único que importa, es la maquinaria y el mapa. El chofer es irrelevante. ¿Podemos perseverar en ese empeño de ignorancia? ¿Podemos seguir creyendo que es suficiente tener una máquina bien ensamblada y una técnica coherente para gobernar en democracia? Los fundadores de Estados Unidos creyeron que estaban pariendo una novedad histórica: un gobierno de leyes y no de hombres. Su idea era en extremo ingenua: todos los gobiernos son gobiernos de hombres. Las reglas serán indispensables para la estabilidad y la cordura de la política, pero nunca se podrá pensar que quienes deciden sean insignificantes en la marcha del poder. La cautela liberal —diseñemos institutos para que nadie, ni el peor de los malvados nos haga demasiado daño— termina siendo un grosero menosprecio al ingrediente vital de la política: el sujeto que decide por otros.
Hace poco más de un siglo, Azorín publicó un ensayito que el Fondo de Cultura Económica acaba de reeditar en su colección Centzontle. Se trata de una colección de consejos al político que lleva por título simplemente El político. Leer hoy ese texto centenario es reencontrar un asunto que obstinadamente olvidamos: la base personal de la acción política, el agente del mando. Su presencia y sus fingimientos, la seducción de sus lecturas, el valor de su oído, el esmero de sus palabras, el cerco desafiante de la circunstancia, el mérito de la serenidad y de la fuerza son trastos que no caben en estatutos constitucionales.
El artículo completo está aquí...
Professor:
Andas algo errado en tu juicio del ser ingeniero. Desde luego que hay un buen componente de precisión física-matemática, pero hay otro importante que es el juicio y el conocimiento de la misma ingeniería aplicado a la circunsatancia--del conocimiento acumulado en experimentos reportados y experiencia-educada. Tiene esa parte de agilidad (como el gimnasta) y acceso al buen juicio.
Y recuerda que el gimnasta vive en las rutinas, hay muy poca variación o la variación es muy limitada. En la ingeniería no es tanto así. (¿Qué tal alpinista?)
Buscaré la impresión de Isaiah Berlin
de la ingeniería en el sentido de la realidad. Habla de que cada circunstancia es diferente a las demás tiene su unicidad o algo así, para la política.
Publicado por: FMGARZAM | 01/11/2011 en 06:31 p.m.