Ha dicho el gran politólogo español Juan Linz que la democracia es un gobierno pro tempore. La perpetuidad es una idea totalitaria. En democracia no se elige a un gobierno para siempre. Se nombran representantes para ejercer el cargo durante un periodo más o menos breve. El voto otorga confianza pero no abdica a revisar después eseaautorización. Quien gana hoy puede perder mañana; quien ha dejado el poder ahora podrá recuperarlo otro día. El carácter transitorio de toda responsabilidad política desdramatiza la derrota y opera como advertencia para los ganadores. Nada aparece definitivo, irreversible: el poder democrático es perecedero, ninguna derrota es aniquilamiento.
Ésta es la verdad elemental que suele escapársenos. Después de tantas votaciones sin alternativa, después de tanta aburrición, las elecciones en México adquirieron una dimensión dramática. Todos los actores políticos y buena parte de los medios de comunicación coinciden en decirnos en cada evento que en un domingo se juega el siguiente sol. Si se funda la democracia es porque gana un partido; si la libertad muere es porque gana otro. Si gana uno alcanzaremos por fin la felicidad, si pierde se abandona con ella cualquier esperanza. Se entiende que los políticos pretendan llenar de sentido la votación que les incumbe. Se comprende que quieran motivar al votante y subrayen los provechos o el costo de la decisión ciudadana. Pero llevan el énfasis al milenarismo: tras la siguiente elección, el fin del mundo. La novedad del gesto de Marcelo Ebrard al reconocer su derrota en la encuesta para definir al candidato de la izquierda radica precisamente en esa inteligencia: perder hoy no es desaparecer por siempre. El futuro existe. Tras la siguiente elección no se abre el abismo. De hecho, la aceptación de la derrota se convierte para el político democrático en patrimonio invaluable para el mañana.
El poder democrático no solamente está limitado por otros poderes sino por el tiempo. Pero habría que decir que el tiempo no es solamente restricción de poder sino también su fundamento.
Tiempo es poder. Nuestro sexenio es demasiado largo y abre extensos periodos de ineficacia. Los presidentes sobrellevan los últimos años de su gestión dilapidando un tiempo que el país no debería perder. En lugar de pensar en la revocación de mandato, pensemos en acortar el periodo presidencial y en la reelección. Por ello mismo valdría terminar con la absurda pretensión de que la ley puede cronometrar la expresión de las ambiciones políticas y definir con estricta puntualidad el comienzo de las adhesiones colectivas. Que la ley regule el empleo de los recursos públicos tiene sentido, desde luego. Pero es una convocatoria abierta a la simulación que un reglamento marque fecha y hora para que alguien pueda decir públicamente que quiere ser candidato a la presidencia. La ley podrá definir los tiempos del poder pero no los tiempos de la ambición ni, muchos menos, los calendarios de lo decible.
¿CULPAS DEL TIEMPO O DE LA GENTE Y LOS TIEMPOS?
Publicado por: FMGARZAM | 21/11/2011 en 10:21 a.m.