El 29 de noviembre pasado murió en Buenos Aires el politólogo más importante que ha dado América Latina. Había regresado a su país hace unos años, después de haber trabajado toda su vida en universidades de Estados Unidos, participando en los debates centrales de la academia norteamericana en el último medio siglo. Tuvo la extraordinaria capacidad para otorgarle dimensión teórica a la circunstancia. Supo dar nombre a las nuevas realidades: bautizó y esculpió conceptualmente las últimas dictaduras y las deficientes democracias. No se detuvo nunca en sus conquistas académicas. Su curiosidad lo llevaba a revisar constantemente sus conclusiones. Se discutió, reformuló sus ideas, buscó nuevas incógnitas. Así, quien fuera el expositor más brillante de la explicación estructural para entender el surgimiento de las dictaduras latinoamericanas, apreció años después el peso del liderazgo en el cambio de régimen. O’Donnell entendió bien que la política es un reino en el que se cruzan los intereses, las reglas y las decisiones.
Guillermo O’Donnell fue uno de los primeros transitólogos. A fines de los años setenta, Abraham Lowenthal era director del centro latinoamericano del Wilson Center e invitó a los académicos más prestigiados de la región para reflexionar sobre los desafíos de América Latina. O’Donnell y Fernando Henrique Cardoso (quien después sería presidente de Brazil), compartían la idea de que las dictaduras tenían los días contados. Había que estudiar el cambio de régimen. “Tal vez sea tiempo de estudiar las transiciones a la democracia,” le dijo a Cardoso. De esa intuición, de la que se apartaría finalmente el brasileño, apareció el volumen seminal de ese debate universitario que, entre nosotros se volvió manía.
El trabajo que, junto con O’Donnell, coordinaron Philippe Schmitter y Laurence Whitehead, era un trabajo académico de innegable solidez y optimismo: la dictadura no era una maldición que América Latina tendría que padecer por décadas para cumplir algún designio histórico. El autoritarismo podría desmontarse a través de la movilización y, sobre todo, de la negociación con los sectores más abiertos del régimen. El libro tuvo una recepción formidable. No solamente se volvió una rica fuente de debates académicos sino que salió del circuito universitario para entrar en el debate público. Cuando se publicó en 1986, se leyó con interés en Sudáfrica, en la Unión Soviética, en Polonia, en China, en Corea. El producto académico encontró el mayor elogio que un manual democrático puede recibir: fue texto prohibido.
O’Donnell no se estacionó. Después de observar que la ola democrática siguió en buena medida el libreto que había anticipado, se empeñó en observar los retos de las nuevas democracias. Aportó de esa manera una mirada crítica al nuevo régimen que permitía elecciones y competencia. Había que examinar la calidad de la democracia, colorear sus adjetivos. Desde esa exigencia, dio nombre al desencanto. Registró la persistencia de las arbitrariedades, la precariedad de la ciudadanía, las mutaciones del poder abusivo aún bajo el calendario estricto del voto. Propuso así una idea densa de democracia: una noción exigente. Partiendo del subcontinente más desigual del planeta, la idea de O’Donnell adquiría mayor fuerza. La ciudadanía, célula esencial de cualquier régimen democrático no es una simple credencial que permite votar. Es un título que captura la vigencia de los derechos: no sólo voto sino también acceso a la justicia, no simple voz en los tribunales sino también oportunidades. Defendió de este modo una noción de la democracia que va más allá de las elecciones y los contrapesos institucionales: una idea de democracia que supone ciudadanía plena. No dejaba de pensar en Latinoamérica y en particular de Argentina. Para hablar de la democracia no basta con observar la superficie de la política: hay que penetrar en la carne de lo social, en el funcionamiento efectivo del Estado.
Advirtió el peligro de que las democracias se vaciaran de contenido: que fueran regímenes con votaciones periódicas pero con franjas de arbitrariedad y altísima concentración de poder. Habló así de las democracias delegativas. La astucia caudillista puede emplear para su beneficio los dispositivos de una democracia superficial. Sin instituciones sólidas, sin exigencia ciudadana, la cáscara electoral puede envolver el populismo más abusivo. Bajo esta deformación, el presidente se presenta como encarnación del pueblo y todos sus adversarios son tratados como enemigos de la patria. Quien gana la elección, lo gana todo.
O’Donnell alcanzó los máximos honores de la academia norteamericana pero no ocultó su vocación de participar en el debate público y de contribuir con ideas en la vida política de su país. Su larga meditación sobre la democracia se resume, quizá, en la convicción de que requiere, ante todo, una ciudadanía de alta intensidad.
Resulta vital recuperar los debates académicos para la discusión pública. Habría que resistir el avasallamiento que el mercado ejerce sobre la institución universitaria para aislarla del debate público. Fantástica recuperación de O'Donnell.
Publicado por: Barcosmico | 12/12/2011 en 09:02 a.m.
Professor:
Que bonito todo esto de O'Donnell. Releo y levanto ideas. Como fácticamente dispuesto.
Lo que me lleva a pensar en el estado indispuesto, o fácticamente no-dispuesto.
En fin.
Pero te pido distraigas tu atención al fenómeno de Cherán, Michoacán.
Su "ciudadanía de alta intensidad". Los Purépechas como verdaderos liberales. Fácticos. El ejemplo.
Ojala Cherán fuera nuestro Guernica.
Publicado por: FMGARZAM | 12/12/2011 en 07:22 p.m.