Desde hace años Luciano Matus dialoga con la arquitectura, con la ciudad, con la historia con trazos que recuerdan el espacio que fue, el espacio que pudo ser. Con hilos de alambre, con cintas de espejo interviene emblemas arquitectónicos para transfigurarlos. Vivos monumentos del vacío frente al pesado volumen de lo consagrado. Hilos de luz que penden de la piedra para dibujarse en el aire. Geometrías suspendidas en el tiempo, volúmenes flotantes, planetas en reposo, destellos atajados para siempre.
La arquitectura fugaz de Luciano Matus ha sido la evocación de otra quietud. Como el edificio al que interpela, la edificación implícita de cables y filamentos parece escapar del tiempo. Líneas congeladas, mundos detenidos. Provisional pero invariable, la arquitectura de Matus aspiraba a separarse del imperio de las mudanzas. Pero ahora, en su asombrosa intervención en el Museo Nacional de Arte se ha confabulado con el tiempo para volverse, más que edificación de aire, una “música callada.” A esa música cantó San Juan de la Cruz hablando de “las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos y el silbo de los aires amorosos.” “La música callada, la soledad sonora” que el catalán Mompou tradujo al piano.
Re-conocer el espacio se vuelve, en la nueva inserción de Matus, una implantación de tiempo. Durante diez años, Luciano Matus ha puesto al hilo a dialogar con las piedras. Ha provocado la reaparición de lo arrasado; ha sugerido la persistencia de lo negado, ha dado cuerpo a lo posible; ha tejido la ciudad enterrada. En todas sus intervenciones –en San Carlos, en San Agustín y en Tlatelolco, en Chapultepec y en el Museo de Antropología—Luciano Matus ha bordado el universo de la memoria y la imaginación. El pasado como fantasía; la imaginación como historia paralela. La novedad de su incursión reciente es el baño del tiempo. Al ver la red de cintas que se entrecruzan y acompañan en el cielo del Centro Histórico se escucha el goteo de los instantes.
El experimento del MUNAL es, efectivamente, la culminación de un larga exploración intelectual, estética, histórica y aún política. En cada hilo, una meditación sobre los usos y el lenguaje del espacio. Ahora esa abstracción adquiere una fluidez sabia y abierta. Escucha el compás del mundo y lo percute en resplandores. Las bandas diminutas que absorben la luz no son la partitura que otro interpreta: son la música que baña la piedra. No son código, son melodía. El lápiz de plata con el que Matus dibuja el espacio ha dejado de ser la simple línea que traza los contornos de lo posible: es un espejo que absorbe el transcurso melódico del mundo, los muchos arroyos que registran en destellos una música compuesta por la luz. Las cintas de níquel no son puntos que se suceden ordenadamente. En su andar se escucha una callada polifonía cósmica. Constelaciones que son hijas del sol y de las nubes.
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