A fines del año pasado se publicó un libro maravilloso: el Manual de las maravillas de Joseph Cornell, una edición facsimilar del almanaque que el artista intervino a principios de los años 30. El libro puede verse como se ven los collages de sus cajas, esas recámaras diminutas que encuentraron magia en lo ordinario. En sus recipientes de vidrio y de madera, Cornell podía guarecer la noche y sus lámparas, escribió Octavio Paz en un poema.
Monumentos a cada momento
hechos con los desechos de cada momento:
jaulas de infinito.
Canicas, botones, dedales, dados,
alfileres, timbres, cuentas de vidrio:
cuentos del tiempo.
Si la historia hacía ruinas, el artista de las cajas transformaba las ruinas en creaciones. Joseph Cornell fue un genial zopilote de reliquias. Su Manual de las maravillas es la reinvención, la apropiación, la resurrección de un libro. La trasmutación de un anuario baladí en una obra de arte. Seguramente perdido entre el polvo de mil libros, Joseph Cornell adquirió un almanaque francés de agricultura práctica en una librería de viejo de Nueva York por ahí de 1930. Era un libro seco de información útil para quien quiere cultivar berenjenas o quiera estudiar en la escuela de horticultura de Versalles. Cornell tomó el libro y dibujó en sus páginas, transcribió sobre el texto fragmentos de poemas, insertó imágenes, perforó hojas y jugó con las cortinas del papel.
Durante años, el libro durmió en el sótano de la casa del artista en Queens, sin que, al parecer, nadie lo hubiera visto. No hay testimonio que lo describa, que registre la existencia de esta prodigiosa caja para hojear. Tal parece que el artista nunca llegó a compartir su juguete. Tras la muerte de Cornell, el curador Walter Hopps lo descubrió y lo depositó en el Smithsonian donde permanecería oculto un par de décadas hasta que lo adquirió el Museo de Arte de Filadelfia, la casa que alberga buena parte de la obra de Marcel Duchamp. Fue precisamente en una exposición dedicada a mostrar el vínculo entre Duchamp y Cornell que el libro se asomó a la luz. Se le exhibía entonces detras un cristal que permitía al espectador asomarse solamente a una página. Se le identificaba como “Libro objeto sin título (Manual de agricultura práctica)”. Tras el vidrio se veía una hoja del libro con una imagen de la Mona Lisa cargando perfumes y un sombrero. No se podía ver más. La alusión al bigote de la Mona Lisa de Duchamp era evidente para subrayar la correspondencia entre los artistas. Pero, encapsulada por los museógrafos, la obra de Cornell no podía ser plenamente apreciada. Una obra de arte incrustada en un libro, debía mostrarse como libro. Como decía Paz al contemplar sus cajas, los collages de Cornell se burlan de las leyes de la identidad; las cosas, los nombres se aligeran. Así un libro que fue de agricultura se despoja de su orden, abandona la seriedad cartesiana y se entrega a la evocación, al sueño de las asociaciones, a los juegos del azar.
El libro del que parte Cornell es un anuncio de una nueva era para la agricultura: la razón al servicio de la productividad, la industria conquistando el campo. Tras la intervención del artista, el libro es una burla a la razón tecnológica: el aviso al lector que inserta al manual muestra a un músico que nos ve a los ojos, acompañado de dos changos de circo y un gato que pinta al óleo. El libro se transforma en teatro de sorpresas. Una fresa se convierte en sombrero, las hojas son ventanas que conducen a otras ventanas que enmarcan un ojo. Tablas de fertilizantes donde aparece un origami que envuelve el dibujo de una vaca. Modelos de Vogue que se tienden en párrafos que discurren sobre las bondades de los fertilizantes, mientras las Meninas se columpian en la esquina de otra hoja.
El Manual de las maravillas de Joseph Cornell muestra el juego de su arte. Homenajes sonrientes.
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