Todo acto de fuerza es un fracaso del poder, pensaba Hannah Arendt. La fuerza, más que instrumento del poder, era para ella, su negación esencial. Es que entendía la política como un espacio comunicativo: la convivencia que proviene del diálogo, el hallazgo del propósito común y el respeto a las diferencias. Arendt quiso echar abajo esa tradición moderna que hace de la política un instrumento de subordinación, la imposición de unos sobre otros. El poder auténtico no somete, coordina. No avasalla, concilia. Por eso la política de Arendt era moral e intelectualmente exigente: requería de ojos que de toleran la realidad, capacidad de juicio, razonabilidad y aptitud para el diálogo. No sé si la perspectiva filosófica de Arendt sea del todo convincente pero en algo tiene razón: la fuerza es el fracaso del entendimiento.
En la controversia mexicana hay, desde luego, una batalla por la definición del rumbo. Un conflicto que no se puede esconder. Unos lo entienden en clave de modernidad, otros lo pintan como épica de identidad. Ser modernos o ser nosotros. Ahí acentúan prosperidad, allá cohesión. Pero esa confrontación, tan natural y saludable como reduccionista, es más profunda que un desacuerdo. El desacuerdo es un componente indispensable de la dinámica política. El desacuerdo es el choque que provoca movimiento, que sujeta al adversario, que ventila la historia. Pero el desacuerdo mexicano de las últimas décadas va más allá de la discrepancia. Hemos vivido una polarización profunda que incluso obstruye el conflicto. La polarización mexicana es la negación radical del otro, su demonización, su exterminio simbólico.
Los últimos treinta años mexicanos han sido la era de nuestra polarización. No ha sido, como la del siglo XIX, una polarización armada, pero ha sido, para usar una expresión del periodista polaco Adam Michnik, una guerra civil fría que tiene partido al país sin que haya una instancia, un poder, un instrumento capaz de vencer los tercos hermetismos. Sí, una guerra: hostilidad que no imagina conciliación, ni reconoce la victoria de otro. Es cierto que la política institucional ha encontrado una palanca de desempate, pero también es cierto que la polarización sigue tan viva como antes y quizá estimulada ahora con el antagonismo del parlamento y la calle. Cuando hablo de la polarización no me refiero a la existencia de una dura polémica opositora, de una confrontación ideológica con vencedores y vencidos. Me refiero a la identificación del otro como el sujeto que debe ser aniquilado porque carece del derecho de existir.
Las batallas del petróleo y la escuela han dejado buen testimonio de esta guerra civil fría. Se trata, sin duda de episodios importantes de nuestra vida pública: recursos bajotierra y recursos entreorejas. Lo que me interesa de esa polémica no son aquí los argumentos, sino el tono de los argumentos; no la polémica sino el retrato de los polemistas. Los días recientes pueden ubicarse como días de vergüenza nacional. No lo digo por la ocupación de la plaza central de la Ciudad de México por parte de la Coordinadora de maestros, ni lo digo tampoco por el desalojo del zócalo. Lo digo por la ebullición del racismo y del clasismo de estas jornadas. Carlos Bravo Regidor ha dejado constancia de esos resortes del desprecio que se han activado en las redes sociales. Los indios, los nacos, los sucios; los ignorantes, los flojos que detienen el progreso de la nación. Esos morenos que han bajado de las montañas para manchar una plaza que necesita ser desinfectada. Para nuestros racistas que sonríen en las páginas de sociales y refunfuñan en sus camionetas, México debe ser limpiado, blanqueado, civilizado. Lo digo también por el resurgimiento del discurso del patriotismo excluyente: quienes no concuerdan con nosotros son antipatriotas, traidores a la patria. La reforma energética no debe ser examinada en términos de su utilidad práctica, su pertinencia técnica, sus consecuencias económicas, sino como la prueba de la lealtad patriótica, del amor a la patria. Nacionalismo y patriotismo se confunden groseramente. Sólo la vía nacionalista (o, más bien estatista) es fórmula patriótica. Por eso los otros no tienen malas ideas, son malnacidos, vendedores de México. No son mexicanos equivocados, son mexicanos indignos.
La polarización anula al otro y rechaza la posibilidad misma del diálogo. No hay plaza para el imposible encuentro. El Congreso no es, para unos, sitio de la representación; la calle no es, para los otros, expresión legítima. Guerra civil fría.
Excelente Professor, sin embargo como es natural y explicable hay algunos peros.
Me preguntaba si sería posible el diálogo, otro que el de las balas o la lana, con Viles bandoleros, Wahabis neo-Cristeros, Talibanes de la chueca siniestra (por no insultar a la verdadera izquierda si existiera), más los tradicionales Católicos de Pedro el Ermitaño y jacobinos de época terciaria, y algunos peores. (Y que se odian los unos a los otros con buena fe, pero fácil se alían para alguna ratería.)
Cuando me doy cuenta que le pusiste 30 años al inicio de la era de nuestra polarización. Y de repente corrijo a 40 años en automático (1973?), pero la actual la inicia en dicho y hecho Echeverría en 1970...
Sobre polarización racial, "esos morenos" (tus palabras) esas son perspectivas que se le han visto marcadamente a Echeverristas, Cardenistas, quizá hasta Juaristas...
Creo que el gran problema es que no puedes configurar un país tan diverso, de tan diversas raíces y sobre todo mentalidades en un todo nacional centralista, presidencialista. Y especialmente que pueda mantener a tanta gente que se quiere montar al presupuesto...
Publicado por: FMGARZAM | 16/09/2013 en 11:54 a.m.
Según los que lo vivieron con los gobiernos de por 68 o 70, local y especialmente en lo federal con Echeverría se desató la corrupción, la ratería descarada. No solamente la polarización.
Esa sería una bifurcación del "orden" revolucionario, y peor en la otra, se vuelve peor en la "bifurcación democrática" la era del PAN.
Publicado por: FMGARZAM | 17/09/2013 en 11:08 a.m.
Creo que se utiliza esta polarización por ser más sencillo. Las dicotomías son el camino fácil. Se debería pasar, estoy de acuerdo, a los matices, ¿pero no requiere eso mucho más de lo que alguien promedio (todos en cualquier cosa somos como el promedio o menos) puede darse el lujo de hacer? ¿Y no son peligrosos también los matices? ¿Y qué hay de quienes creen que ninguna de esas representaciones, en la calle o en el congreso, es representación verdadera, ellos dónde entran? Algunas reflexiones que me vinieron a la mente. Buen texto.
Publicado por: H´ector | 18/09/2013 en 11:50 p.m.
Jesús: buena y pertinente reflexión. Un poco atrasada, sin embargo. ¿Acaso no es Nueva España el verdadero nombre de este México que sólo soñamos independiente, liberal o moderno? Hace uno y siete años se le mal-llamó a AMLO el "candidato whiskas" desde un lado y desde el otro respondimos "Pepe el Toro es inocente". La colección de anécdotas en la larga guerra de castas mexicana es interminable. Lo que importa, sin embargo, es que una de las polaridades tiene mucho, mucho, mucho más poder que la otra. Y de eso, temo, esta tu reflexión no se hace cargo.
Publicado por: Federico ANAYA GALLARDO | 19/09/2013 en 08:01 a.m.
Jesús, en lo personal el artículo que expones es excelente, ya que la confrontación de ideas, modelos, políticas y acciones, no sólo se presentan en los círculos del poder, sino que se refleja en otros ámbitos locales y hasta vecinales. La vía del diálogo se ha cancelado para dar paso a confrontaciones estériles, donde todos saben que no gana nadie, y muy probable, todos pierden. Saludos
Publicado por: pablo munguía balvanera | 13/10/2013 en 10:29 a.m.