Felizmente,
la escritura de Alfonso Reyes revolotea de nuevo, ágil y ligera. Liberada de
los tabiques de sus obras completas, camina con su cuerpo natural: el libro
breve. Desde hace algunos años brota de tiempo en tiempo un librito de Reyes
gracias al Fondo de Cultura Económica y el Tecnológico de Monterrey. La
colección Capilla Alfonsina fue una idea de Carlos Fuentes quien coordinó el
proyecto hasta su muerte. Se han publicado nueve volúmenes de la serie. Entre
ellos un librito con textos sobre México, con prólogo de Carlos Monsiváis; y
una compilación de sus ensayos y poemas autobiográficos con introducción de
Margo Glantz. Ahora se publica una valiosa recopilación de sus notas
periodísticas y sus reflexiones sobre el periodismo.
¿Por qué arriesgó la pluma en este género menor?, se pregunta Federico Reyes Heroles en el prólogo del libro. ¿Por qué un escritor con horizonte de civilización habría de distraerse con lo inmediato? Reyes Heroles, también escritor de múltiples registros, que se ha ejercitado en el ensayo, la crónica, la novela, el comentario político y (aunque parece haberla abandonado) la poesía, sabe bien la respuesta. Alfonso Reyes fue periodista porque entendió la escritura como vocación absoluta, vital. A quien respira redactando no le preocupan los canastos del género. Para Reyes Heroles, que el regiomontano se muestra en el periódico como el sabio que se desprende del manual, el comentarista que se suelta en la página perecedera, el improvisador que crea sin partitura. De ahí la imagen que borda el prologuista: Reyes, saxofonista prodigioso.
Los ensayos que Reyes dedica al periodismo no aspiran a una teoría del oficio pero elaboran—textos suyos, al fin—una moral. Reyes quiere un periodismo para entendimiento, para la convivencia. Admirador del periodismo británico, Reyes lamenta la condición de nuestros periódicos. Publicaciones estrechas, sosas, belicosas, desaliñadas y mancas. Angosto puente con el mundo si el periódico moderno se cuelga de un par de agencias noticiosas y reduce su labor al acomodo de las notas prefabricadas. El periodismo no es si abdica al espíritu de apreciación. Un periódico no puede ser una “sonaja de los hechos.” Es, o debe ser, “escuela de criterio”: colegio cotidiano del pensar, del escoger, del preferir.
La política ha invadido al periodismo imponiendo la vulgaridad de las lealtades binarias: “quien no se embandera difícilmente es escuchado,” dice. Los diarios dejan de ser el espacio de la comunicación para ser reiteración de los prejuicios. Nuestros periodistas: profesionales del ocultamiento interesado, de la glorificación sectaria.
Al hablar de Daniel Defoe, describió la magia de la inteligencia: “Como era un hombre inteligente, revolvía, sin saberlo acaso, los fundamentos de muchas cosas cada vez que se ponía a escribir.” Así, estos apuntes de Alfonso Reyes: hallazgo natural de los alcances del periodismo. Hacer un periódico no es llenar diariamente los papeles con tinta e imágenes de lo reciente. El periódico es una ventana al mundo pero también es un foro, una escuela cívica pero también estética; centro de información y de reflexión, abastecedor de datos y granjero del gusto. De ahí viene el acento último, o más bien primero, de los apuntes de Reyes. Un periódico es también custodio del lenguaje, es decir, del nosotros. No es tema de gusto. “La función de la palabra es eminentemente moral. A través de ella, escribe, se establece esta contextura nerviosa que se llama la sociedad humana. No se vive sin las palabras. Más aún, en el orden auténticamente humano, sólo se vive por las palabras.”
Por ello llama a conquistar la concisión. En su elogio de un diario pequeño celebra la probidad de la tijera, la moral de la goma de borrar. “Depurar, abreviar, depurar, ¡qué grata y agradecida tarea! Escribir por el otro cabo del lápiz, es decir: borrando las más veces, ¡qué espléndida disciplina para el que redacta y para el que lee! ¡Qué alivio, qué higiene mental! Y si a esto se añade el interés fotográfico—el disparo de la noticia que entra, de golpe y de una vez, por los ojos—ya está logrado el milagro.”
En unos días se cumplirán cien años de aquel 9 de febrero que marcó la vida de Alfonso Reyes. La fecha terrible, inmensamente dolorosa de su parto moral, de su verdadero nacimiento intelectual. No el día en que vio la luz en Monterrey, sino el día que contempló la muerte de su padre. “Lloro, escribe en la Oración, por la injusticia con que se anuló a sí propia aquella noble vida; sufro porque presiento al considerar la historia de mi padre, una oscura equivocación en la relojería moral de nuestro mundo” Ese confuso error en la mecánica moral del universo lanzó a Reyes a un planeta propio, a un territorio que fue solo suyo, solitario, incomprendido… y ejemplar. Fue la tragedia del cuerpo ensangrentado de su padre lo que marcó el compromiso excéntrico con su patria, su idea de la cultura como salvación, su fe en la civilización como esperanza de convivir. Un sentido del deber que no se subordina a la pedestre exigencia de la política, sino que se planta afuera, antes de ella: en el deber de volver hospitalaria la tierra nuestra, tan agreste y tan hostil.
Alfonso Reyes llora en la Oración la torre que se vino abajo, esa “preciosa arquitectura” de su padre, pero en el lamento del hombre maduro que confiesa el tormento de la orfandad se revelan las piedras de su propia constitución física, de su talante moral. El escritor nació con esa muerte y habría de escribir siempre desde esa muerte. Nada de lo que escribió, aún sus párrafos más sonrientes, pudo apartarse de aquel dolor. ”Aquí morí yo y volví a nacer, y el que quiera saber quién soy que lo pregunte a los hados de febrero. Todo lo que salga de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día.” El milagro que fue Alfonso Reyes está ahí, en la transmutación de la amargura en cordialidad; en la transformación del dolor en dulzura. “Cuando la ametralladora acabó de vaciar su entraña, entre el montón de hombres y de caballos, a media plaza y frente a la puerta de Palacio, en una mañana de domingo, el mayor romántico mexicano había muerto. Una ancha, generosa sonrisa se había quedado viva en el rostro: la última yerba que no pisó el caballo de Atila; la espiga solitaria, oh Heine que se le olvidó al segador.” Así concluye Alfonso Reyes el conmovedor recuerdo de la caída: imaginando en los labios de su padre agonizante, una sonrisa.
A ese día regresa también Alfonso Reyes en una carta a Martín Luis Guzmán en la que defiende la dignidad de su trabajo diplomático. Para el novelista era inexplicable que el escritor colaborara con el régimen. Como dedicatoria a La sombra del caudillo, escribió: “Para mi querido Alfonso Reyes, cuyo nombre—de claros destellos—no merece figurar en el escalafon del bandidaje político que encabeza el traidor y asesino Plutarco Elías Calles.” Reyes no calló al recibir el libro, tampoco ignoró la invectiva. Le respondió para explicarse, nuevamente, bajo la clave del 9 de febrero. “Aquello fue mucho dolor,” le dice recordando el día. Quedé mutilado, poseído desde entonces de un escepticismo frente a todo lo que viene de la política. Si ése es el reino de la simplificación y de la discordia, del combate y del desprecio, Reyes habría de mudarse a otro territorio. Su 'política' era la antigua, la de los griegos, esa que describía la convivencia, no el imperio. La política hoy, la del dominio, traía a su conciencia la imagen de un hombre cayendo del caballo, acribillado por una ametralladora.
Habría querido plantar mi sello en la política, le confiesa con honestidad. Ser leal a mi apellido y conquistar un poder para transformar a México. Modelar la historia un poco a mi modo. Pero no puedo: no tengo idea de rescate ni de venganza. Odio al odio, dice el huérfano, tocando la herida. Me repugna la idea de esclavizarme al rencor. Y tal vez, desde mis libros, desde mi trabjo diplomático, le escribe Reyes a Guzmán, puedo servir a la Idea Mexicana, “platónicamente emancipada de todo accidente presidencial o político.” Aquel amargo día salvó a Reyes de esos accidentes miserables.
Alfonso Reyes
¿Cómo se ganan lectores a lo largo de los siglos? ¿Qué hace que un escritor perdure, que sus libros lo sobrevivan? ¿Cómo es que la letra puede convertirse en materia inagotable? Las preguntas se las vuelve a hacer Hugo Hiriart y las responde en un ensayo deleitable. En El arte de perdurar, (Almadía 2010) Hiriart medita sobre esa apuesta contra el tiempo que habita en el impulso creativo.
El ensayo de Hiriart es, primero, una reflexión sobre su naturaleza. Al ensayo lo constituye una actitud. Huye de la severidad del tratado y de la rigidez del aforismo no porque deambule sino porque no se toma demasiado en serio. Tiene sentido por ello que Montaigne, al abrirle su libro al lector, lo despide. Soy el tema de estas páginas. No pierdas el tiempo. Adiós. Hugo Hiriart ve en el ensayo una “irresponsabilidad gozosa” cuya única obligación es la amenidad. “El único compromiso del ensayo es no aburrir, quitando eso lo admite todo: el chisme, la tentativa, la extravagancia, el juego, la cita de memoria, el coqueteo, la arbitrariedad.” La verdadera intención del género es capturar el discurrir de la inteligencia. No capturarlo: acompañar su andar.
Alfonso Reyes es el enigma de este ensayo. El genio que no encuentra nuevos lectores, el gigante intraducido, el artista sepultado en los tomos de su inmenso talento. Hiriart no oculta su admiración por el ensayista de la cordialidad pero está convencido de que la escritura de ese orfebre de pequeñas obras maestras corre el peligro de extinguirse, de no encontrar ojos jóvenes, de quedar detenido en el castellano. El diplomático que nunca vivió de su escritura fue dueño de un estilo exquisito que terminó enjaulándolo. No se concentró en una obra que compactara su genio, no ahondó en nada porque todo lo rozó con su pluma siempre cordial y razonante. No se asomó a las sombras, no lo sedujeron los misterios, jamás se atrevió al antagonismo. “Reyes no logró ese libro, ese acto de magia sintética que concentra el universo entero en el pulso de un individuo único e irrepetible. Qué angustia, él que era el más dotado. El genio de Reyes, digámoslo de una vez, está desperdigado.”
Al dispersarse terminó rozándolo todo y profundizando en nada. Nunca se limitó y por ello mismo no ahondó. Alfonso Reyes, quizá el escritor más dotado de los que dio el siglo XX mexicano, no redactó la obra maestra perdurable. “Se pasó de civilizado,” dice Hiriart.
Quizá es demasiado pronto para decretar el agotamiento de su prosa desarmada. Me atrevo a decir que si Alfonso Reyes no publicó la obra perdurable que le pide Hiriart no es porque no la haya escrito. El problema, en realidad, no es del escritor sino del editor ausente. Si falta la obra es porque hay que hallarla en sus obras. La civilización de Alfonso Reyes nunca será un exceso. Su tono, su voz tan irrepetible como representativa de un talante siempre tendrá algo nuevo que decirnos. Me convence la idea de Steiner sobre ese arte de perdurar: los clásicos, es decir, los perdurables adquieren una dimensión espacial en la cultura: territorios de autonomía incorruptible. El clásico es el espacio “perennemente fructífero” un lugar que nos interroga, que nos lee. Si una obra perdura es porque nos lee más de lo que nosotros la leemos. El estilo que Hugo Hiriart pinta como la jaula de Reyes es otra cosa: una interpelación que no roza sino que excava en nosotros.
Hace algunos años Andrew Sullivan calificó a Montaigne como el bloguero por excelencia: un escéptico que registraba sus vacilaciones, un comentador de enlaces externos, un escritor suelto carente de itinerario. En su inventario de esta semana en Proceso, JEP escribe sobre el Correo Literario que Alfonso Reyes publicó entre 1930 y 1937 bajo el título de Monterrey, un antecedente del blog "en tanto espacio a la vez público y privado." Escribe JEP:
"En una alianza inestable e inestable, el blog reconcilia a Gutenberg con Bill Gates. Une también el block, el cuaderno de aputnes y notas sueltas, con el log, la bitácora de viaje por el mar siempre desconocido, promisorio y amenazante que ayer era el océano y ahora es la internet."
A propósito del escandalillo del momento, Alfonso Reyes escribió:
“Nada prostituye tanto como esa seguridad del sueldo fijo, trabájese o no, y sin esperanza positiva de ascenso, del sueldo fijo recibido de las abstractas manos de una persona moral que, por abstracta y moral, ¡se parece tanto a una providencia mantenendora de holgazanes y piojosos! ¡Dioses, libradme del contagio!
(Citado por Carlos Monsiváis en su prólogo a los textos sobre México publicados por Fondo de Cultura Económica.)
"Me voy habituando a la incomodidad. Hay escándalo--me digo--. Así es el mundo: así está hoy la naturaleza. ¿Cae la lluvia? Se moja uno. ¿Caen tiros? Pues imagino que éste es, por ahora, el escenario natural de la vida."
3 de septiembre de 1911
"México: país en que los hombres y los hechos se han divorciado. Entre los efectos y las causas hay una refracción extraña. Las cosas corren como animadas de fuerza propia, sin que nadie acierte a gobernarlas ni menos a preverlas. nadie dispone del mañana."
4 de septiembre de 1924
Alfonso Reyes, Diario I 1911-1927 , FCE, 2010.
Es una pena, pero su nombre terminará adornando edificios públicos. El odiador de la pompa parlamentaria, inmortalizado en letras de oro. Más temprano que tarde su apellido se asentará en mármol. Monsiváis, el iconoclasta, es fundador de la nueva cultura oficial. Habría que hacerle honor a su ironía: estatua ecuestre para Monsiváis. Su mirada (no lo aplaudo) se volvió hegemónica. Tal vez no nos hemos percatado de la manera en que la idea México fue transformada por la tenacidad de sus párrafos. México se observa hoy, en buena medida, desde sus anteojos.
Valdría la pena hablar de la ambición intelectual de Carlos Monsiváis y, sobre todo, de su poder. Podría pensarse que una obra tan abundante y tan despeinada tiene vida de papel periódico: crónicas hechas para la lectura apresurada y el envoltorio del pescado. Desparramada en miles de publicaciones, brincando de tema en tema, enlazando lo sublime con lo trivial, su escritura esconde el hilo. Se trata de una imponente labor de curaduría nacional: hospedar ficciones y acontecimientos; imágenes y melodías; héroes y villanos; eruditos y vedettes en el mosaico de la cultura mexicana. Una cuidada edición de su obra revelerá el impacto que ha tenido entre nosotros su manera de ver. Sus retratos de poetas y galanes de cines son certificados de pertenencia. Sus crónicas los aloja en el paisaje nacional con plenos derechos. La cultura mexicana se espesa con esa prodigiosa diversidad que Monsiváis documentó como nadie. Nuestra cultura no es, no puede ser el patrimonio de los eruditos y los inspirados: es nuestro vocabulario común.
Por eso no creo exagerado ubicarlo en el linaje de Alfonso Reyes y Octavio Paz. Como ellos, escribió convencido de que escritor y escritura son arcilla de la comunidad. Monsiváis está lejos, por supuesto, del ceremonial literario de estos poetas que incurrieron en la diplomacia. Pero, como ellos, honra aquella convicción de que la cultura es la verdadera formadora de comunidad. El intelectual como minero de riquezas desconocidas, y guardián del patrimonio común. El intelectual como el responsable de hacer habitable la nación. Reyes, Paz, Monsiváis representan tres búsquedas de nuestro albergue.
Leyendo a Reyes, el helenista, Carlos Monsiváis escribe que la inteligencia fabrica ciudades. La suya, como la de sus dos predecesores, ha forjado nuestra aldea. Reyes, buscaba enseñanzas en la antigüedad clásica. Pedía, para las izquierdas, el latín. Para las derechas, también. No aceptaba la condena a lo extranjero y lo remoto: lo mejor está siempre vivo y es nuestro. Paz escudriñó los símbolos de México para darle al país un espejo de mitos poéticos. Quiso encontrar nuestra cara en las metáforas de la memoria. Ambos pretendieron, con la persuasiva seducción de su elogio, moldear el lenguaje y la imaginación de México. No es distinto el propósito de Monsiváis el cronista, el crítico, el activista. El coleccionista no va en busca de lecciones ahí donde brotó la civilización occidental. Tampoco paladea las insinuaciones de la soledad mexicana o los emblemas de la conquista. Nos invita a conocer las carpas, los sonetos, las telenovelas, las fiestas, los chistes, las organizaciones de la gente. México no necesita ser instruido por la filosofía ateniense ni ser inventado por la poesía: merece ser visto. A verlo y a mostrárnoslo, se dedicó Carlos Monsiváis.
En Laberinto, suplemento cultural de Milenio se publicó hace unas semanas esta carta que apenas ahora leo. En mayo de 1930, Alfonso Reyes recibe un ejemplar de La sombra del caudillo con una ruda dedicatoria: “Para mi querido Alfonso Reyes, cuyo nombre —de claros destellos— no merece figurar en el escalafón del bandidaje político que encabeza el traidor y asesino Plutarco Elías Calles”. La carta de Reyes atiende la punzada mostrando el origen de sus escamas frente al ogro de la política. El dolor de la muerte y su odio al odio lo apartan irreversiblemente de sus tentaciones. Los hechos los relató en su conmovedora Oración del 9 de febrero. En la carta a Guzmán adquieren un perfil más íntimo, quizá más reflexivo sobre el horror que en su imaginación provoca la sucia palabra política:
En mi alma se produjo una verdadera deformación. Aquello fue mucho dolor. Todavía siento espanto al recordarlo. Quedé mutilado, ya le digo. Un amargo escepticismo se apoderó de mi ánimo para todo lo que viene de la política. Y esto, unido a mi tendencia contemplativa, acabó por hacer de mí el hombre menos indicado para impresionar a los públicos o a las multitudes mediante el recurso político por excelencia, que consiste en insistir en un solo aspecto de las cuestiones, fingiendo ignorar lo demás. Y, sin embargo, Ud. sabe que soy orador nato. Y Dios y yo sabemos que llevo en la masa de la sangre unos hondos y rugidores atavismos de raza de combatientes y cazadores de hombres, atavismos que —siempre e implacablemente refrenados— son sin duda la única y verdadera causa de mis jaquecas crónicas, y no los intestinos ni el hígado, ni los riñones, ni el páncreas, ni las glándulas endocrinas y demás tonterías de los médicos materialistas, analíticos, tan olvidados de las concepciones sintéticas de Hipócrates, Arnaldo de Villanueva y Paracelso. —Y de propósito me doy el gusto de lucir estas erudiciones, para que vea que tengo bien mascullado y estudiado eso de mis jaquecas: no se burle de mí.
Estábamos, pues, en que se apoderó de mí un desgano político. Más que eso: un pavor. Cuando delante de mí se decía: “política”, yo veía, en el teatro de mi conciencia, caer a aquel hombre del caballo, acribillado por una ametralladora irresponsable.
En uno de sus apuntes de cocina, Alfonso Reyes vinculaba el arte mexicano de cocinar con nuestro lenguaje: cocinar es columpiarse entre diminutivos y aumentativos. Picar almendras o triturar elotes es semejante a la costumbre tan nuestra de miniaturizar las palabras: la salsita, la sopita, la carnita. También es lo contrario: ensanchar sabores como si fueran globos. Ese platillo de “audacia ciclópea” que es el mole de guajolote tiene abultado hasta el nombre, decía Reyes. En la cocina se aprende el sentido de las proporciones. Pero tanto como la suficiencia de los ingredientes, la cocina exige tiempo, reposo, paciencia.
La prisa es la peor enemiga del cocinero. Pero no solamente del cocinero sino de sus convidados. Si la prisa del horno del microondas amenaza la cocina, nos ataca a todos. El hombre es un animal que come pan, dicen que dijo Hesiodo. No se forma plenamente hasta que transforma lo que pesca, lo que caza o lo que le arrebata al árbol en platillo. El hombre no se nace trabajando sino cocinando. El primate que se alimenta sólo de lo que encuentra no es plenamente humano. Por ello Faustino Cordón, un biólogo español, dijo con exactitud que la cocina hizo al hombre. Igualmente puede decirse que en la cocina se hornean también las culturas. Octavio Paz lo vio con gran claridad al describir los ritos gastronómicos de los indios y los mexicanos. La excursión de Anthony Bourdain por los continentes es la más rica antropología planetaria que conozco. El chef neoyorquino brincó por el mundo durante tres años. No buscaba museos ni plazas. No coleccionaba souvenirs ni le era fiel a ninguna guía de viajero. Tampoco pretendía fotografíar y redimir salvajes. Su aventura se concentraba en el paladar, aunque la precedían la vista, el olfato, la conversación y los afectos. Para una cadena de televisión viajó por Shangai, París, Hong Kong, Osaka, Kuala Lumpur, Beirut, Lima, Nueva York, Hanoi y Tijuana y registró sus peripecias. Su interés no era comer en los lugares más afamados, sino conocer los sitios más emblemáticos, disfrutar los caldos más extraños y arriesgarse con los ingredientes más sospechosos. El fascinante viaje de Bourdain—que puede seguirse en dvd y en libro
—registra sabores y ritos que no han sido estampados por el embalaje de la mundialización, conformando un suculento retrato de la condición humana.
La mundialización pone kiwis en los supermercados mexicanos y nos permite comer salmón barato pero también está transformando lo que queremos comer, lo que comemos y la forma en que lo comemos. En Roma se reúnen ahora los gobernantes del mundo y las cabezas de los organismos internacionales para hablar de comida. Todos coinciden en la gravedad de la crisis de alimentos en el mundo. Han ubicado bien las causas del problema: los que antes no comían, ahora comen; el clima ha perjudicado a los productores; la gente como más y peor. Pero más allá de los factores climáticos, demográficos y económicos, hay otro elemento que merecería ser considerado: se ha transformado la forma en que comemos. Hace unas semanas el New Yorker publicaba un buen artículo de Bee Wilson sobre la crisis alimentaria. Recordaba los anticipos catastróficos de Malthus y lo corregía en un punto: las barrigas humanas son mucho más elásticas de lo que podría pensar el economista inglés. En el 2006 había ochocientos millones de personas en el planeta que vivían con hambre; pero había mil millones de personas que vivían con sobrepeso.
Mientras unos no tienen qué comer, otros olvidan cómo se come. Si en la cocina se guisa lo humano, la desaparición de su sabiduría es una de las peores amenazas que enfrentamos.
Si el ensayo es el género de la cordialidad, Alfonso Reyes sigue siendo nuestro máximo ensayista. En sus paseos se encuentra esa hospitalidad que es el sello de la identidad ensayística. Sus artículos no dictan cátedra, no sermonean, tampoco riñen. Ofrendas de amistad. El conversador continúa la palabra de otros, acompaña, ayuda. Para el temperamento literario, escribió en algún lado, escribir es respirar. No es respiración por ser simple espontaneidad fisiológica, sino por ser un lavado del ánimo: la combustión de los rencores, transformación de la inquina venenosa en oxigenada divergencia.
El ensayo es el hijo caprichoso de una cultura abierta, dijo Reyes al describirlo memorablemente como “el centauro de los géneros.” Mestizaje del arte y la ciencia, en el ensayo hay de todo y cabe todo. Caben todos, agregaría. Si Montaigne abrió el espejo de sus cuadernos para que cupieran todos los Montaignes que él era, la prosa de Reyes es la calle por la que puede caminar todo mundo. Cuando el regiomontano ingresa al terreno de la polémica no incurre en la burla ni le tienta la posibilidad de descuartizar al otro con un párrafo intransigente. Por el contrario, rehuye el imán de simplificación y rechaza las incitaciones de los extremos. La honestidad del escritor le impide pensar como si las cosas tuvieran solamente una cara.
Los académicos insisten en verlo en falta: no aparece su obra cumbre, no publicó ese libro indispensable, no aportó el texto canónico. No era el especialista nutrido en las fuentes originales, no hablaba griego, escribía de oídas. Absurdas críticas para el ensayista. Lo importante de la prosa de Reyes es la carretilla, no el bulto de los ladrillos que transporta, ha respondido bien Gabriel Zaid: “Un inspector de centauros difícilmente entenderá el juego, si cree que el centauro es un hombre a caballo; si cree que el caballo es simplemente un medio de transporte. El ensayo es arte y ciencia, pero su ciencia principal no está en el contenido acarreado, sino en la carretilla; no es la del profesor (aunque la aproveche, la ilumine o le abra caminos): su ciencia es la del artista que sabe experimentar, combinar, buscar, imaginar, construir, criticar lo que quiere decir, antes de saberlo.”
Ya se ha dicho que la obra de Reyes ha encontrado enemigo en sus obras completas, kilos de papel tapiado. A su rescate ha venido una legión de antologías que dan muestra de su genio. La más reciente es la colección Capilla Alfonsina editada por el Fondo de Cultura y coordinada por Carlos Fuentes. Libritos que recogen el arco de sus curiosidades y pasiones. Hasta el momento han aparecido tres volúmenes: México, con un estupendo prólogo de Carlos Monsiváis, América, introducido por David Brading y Teoría literaria, comentado por Julio Ortega. Las tres pequeñas compilaciones rescatan la vivacidad de una pluma crucial de nuestro siglo XX. En su liviandad, cada libro acentúa el aire y la claridad de una escritura que no debe sepultarse en un mausoleo de pasta dura.
El ensayo de Reyes expresa una victoria sobre el odio. Un hombre que se recuerda mutilado tras el sacrificio de su padre (“una oscura equivocación en la relojería moral de nuestro mundo”) se reconstituye a través de una escritura sin rabia ni codicia. Su ensayo puede leerse como el mejor contraveneno del odio que insisten en inyectarnos. No lo redacta ninguna manía, ninguna pose ostentosa, ninguna misión vengadora, ninguna cruzada de iluminado. No escribe contra otros: conversa con muchos. Su obra es una apuesta por la convivencia en un país desgarrado por la barbarie. “Tomar partido es lo peor que podemos hacer,” escribe en su “Discurso por Virgilio.” La discordia es el error.
Cioran escribió que el drama de Alemania era no haber tenido un Montaigne. El nuestro es mayor: lo tuvimos y no lo leemos.
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