
Se estrenó hace poco los cines de Estados Unidos el documental “
Esperando a Supermán” una denuncia del sistema educativo de ese país. La cinta fue escrita y dirigida por Davis Guggenheim. De los talentos del director hay muchas pruebas. Baste decir que convirtió al mueble de Al Gore en una estrella de Hollywood (con todo y Óscar) y en bienhechor planetario (con todo y Nobel). Como en Una verdad inconveniente, este documental es un discurso político. Se presenta un diagnóstico, se expone a los villanos, se ofrecen soluciones y se invita al compromiso. No es un estudio de la OCDE, pero tampoco es un panfleto de Michael Moore. Una pieza de persuasión que pretende colocar la crisis del sistema educativo en Estados Unidos en el centro de la discusión nacional. Lo ha logrado.
Portadas y
reportajes en los semanarios más importantes, programas de
debate político y de
espectáculos dedicados al tema. En ese terreno, la cinta ha tenido ya un efecto muy positivo: rasgar la rutina que encubre las aberraciones como si fueran la normalidad. Se ha suscitado esa
conversación pública que tanto hace falta allá, pero que más nos urge acá.
El título alude a la ilusión de un salvador que nos rescate. El documental sugiere que la escuela no nos salvará si no la rescatamos antes. Cuenta la historia de cinco familias que quieren una mejor educación para sus hijos. Buscan acceso a escuelas que, siendo públicas y gratuitas, han logrado escapar de los controles de la burocracia y y las trampas del sindicato. Experimentos de excelencia educativa dentro de un régimen de gratuidad. El problema que inyecta dramatismo a la cinta es que el acceso es limitado y sólo la suerte define quien entra a esos planteles. Su preparación, es decir, su futuro, cuelga de las injusticias del azar. La película oprime el botón de alarma. A pesar de que Estados Unidos sigue siendo la cabeza de la investigación científica y sigue teniendo las mejores universidades del mundo, su educación básica se ha desplomado. Mientras otros países desarrollados avanzan en su sistema educativo, Estados Unidos se rezaga.
¡Cuánta falta nos hacen gritos como ésos en México! A la complicidad del gobierno y el monstruoso sindicato, se une la complacencia de la sociedad civil. Los padres de familia, según revelan las encuestas, están satisfechos con la educación que reciben sus hijos. A pesar de la evidencia de que la escuela no está funcionando, los padres no levantan la voz para exigir mejor educación. Las élites, por su parte, están tranquilas, no por la calidad de la educación de sus hijos, sino por el valor de sus conexiones personales. En una sociedad que no premia el mérito, la escuela es un espacio de relación social, más que una espacio para formar conocimientos, para estimular capacidades, para disparar creatividad. Las escuelas de las élites mexicanas son como los salones de baile de las sociedades aristocráticas.
Los reportes internacionales son contundentes. No hay más que leerlos para darse cuenta del fraude que se comete todos los días en contra de México. Nuestro sistema educativo engaña a diario a millones de niños, a millones de familias en el país que confían en la educación como una plataforma para forjar futuro. Quienes celebran las tasas de alfabetización en el país cierran los ojos. No se percatan de que, en realidad, estamos produciendo analfabetas. Educamos para el analfabetismo. Dejemos la complacencia por los miles de ladrillos de nuestras escuelas, por los millones de niños inscritos en primaria, por los pesos gastados anualmente. Dejemos la hipocresía. Si nuestros niños no son capaces de descifrar un texto, si no logran comprender el sentido de un libro—tal y como nos muestran las pruebas internacionales—eso quiere decir que nuestra escuela es productora de analfabetas. La escuela enseñará el abecé, pero no enseña a leer. Y eso, hablando tan solo del viejo alfabeto. Del nuevo abecedario, el de la cultura tecnológica, mejor ni hablar.
La escuela es una fábrica de fracaso. Sirve a la política, sirve a los gobiernos, sirve a los partidos, sirve a un sindicato. Pero está arruinándole el futuro a México. Nuestro secretario de educación, parsimonioso hasta la indolencia, niega cualquier sentido de urgencia y se empeña en evitar cualquier resolución incisiva. Jamás, ¡ni dios lo quiera! el asomo de una medida radical. No tiene prisa, no cree en la necesidad de impulsar cambios de fondo. Sencillamente, no está dispuesto a dar la batalla por la educación. Sí, batalla: pleito, lucha, combate: enfrentamiento con los poderes que no quieren cambiar. No tiene el compromiso de pelear por la calidad de nuestra educación. Le importa preservar la paz en el sistema educativo y seguir tomando el té con la dama. Si su ambición tuviera un horizonte de causas y no de puestos, otra cosa sería…
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