Toda política democrática requiere, simultáneamente, ejes de separación y puentes de encuentro. No puede existir un ecosistema pluralista sin fracturas que separen las identidades, como tampoco puede funcionar sin plataformas para el descubrimiento de alguna coincidencia. Tan importante lo uno como lo otro. Sin antagonismos ni diferencias, la democracia se extinguiría. Sin ámbitos de conciliación, la democracia se ahogaría. El mapa de diferencias y convenios retrata la salud de un régimen pluralista. Las aproximaciones y distanciamientos se reinventan cotidianamente. Es que no existen cisuras naturales que la política reproduzca automáticamente. No son las razas, ni las tribus, ni las clases ni las regiones lo que determina la imantación de las identidades. Es la imaginación política, la confección de símbolos de agrupación, la definición de prioridades y la elección de aliados, lo que conforma el perfil de las fracturas y las coincidencias.
En los últimos años hemos presenciado la conformación de distintos ejes de antagonismo y algunas plazas de coincidencia. Ninguno de ellos tiene sentido hoy. La terminación del régimen autoritario abrió un amplio espacio de acuerdos que fueron avanzando con lentitud pero consistentemente. Una lectura superficial describiría ese campo de acercamientos como el pacto virtual entre los distintos grupos que eran contrarios al régimen. Derecha e izquierda imponiéndose al autoritarismo. En realidad, el asiento de las coincidencias incluyó a los reformistas de dentro y fuera del régimen. Liderazgos que entendieron la necesidad de llegar a un acuerdo para institucionalizar la pluralidad. En distintos foros de negociación, mesas de diálogo, en las asambleas legislativas, izquierdas, centros, derechas coincidieron para remodelar el conjunto de reglas de competencia y representación. Tras las sucesivas reformas, heredaron al país un marco electoral confiable que aloja razonablemente la pluralidad nacional.
Hubo también coincidencias hace unos años cuando el gobierno priista en tiempos de Carlos Salinas logró el acompañamiento del PAN para el impulso de una serie de reformas económicas trascendentes. El desastre del 95 y los abusos de aquel gobierno pusieron fin a la posibilidad de que en esa plaza de la reforma económica hubiera acuerdos entre distintas fuerzas políticas. Las reformas iniciadas por los priistas fueron bloqueadas por los panistas; las mismas propuestas promovidas meses después por los panistas fueron rechazadas por los priistas.
En meses recientes se ha abierto un nuevo frente de antagonismos. México discute y legisla hoy asuntos que dividen intensamente a la sociedad. El Distrito Federal hospeda y anticipa un debate nacional. Al legislar sobre las sociedades de convivencia y el aborto, el país discute el significado de la familia, los derechos de las mujeres, la relación entre la ley y la fe, el papel de la Iglesia en la vida política, el sentido contemporáneo de la laicidad, el fundamento de los derechos humanos. Algunos celebran la discusión y las reformas; otros lamentan que el país se distraiga con esos asuntos y se preocupan por los efectos de la polarización. El presidente Calderón ha dicho, por ejemplo, que debemos concentrarnos en lo que nos une sin abrumarnos por lo que nos divide.
¿Debemos realmente preocuparnos por la exhibición de esta fractura ideológica en el país? Freud habló del “narcisismo de las pequeñas diferencias.” A su juicio, la exageración de las pequeñas diferencias podría dar origen a terribles hostilidades. Recientemente, Michael Ignatieff, el crítico y biógrafo canadiense que se ha convertido en político, aplicó
la noción freudiana para explicar el fracaso de la política y la victoria de la guerra. Acentuar las diferencias puede ser una estrategia para reforzar la idea de una identidad amenazada y preparar el combate. El nacionalismo de años recientes se ha servido de esa ideologización de las pequeñas diferencias para atizar la guerra.
A pesar de ciertas estridencias, el camino de México no es bélico. Puede ser el atolladero, pero no la guerra. Por ello, más que hablar del hostil narcisismo de las diferencias, creo que podemos hablar de los involuntarios beneficios del desacuerdo. La fundación de una nueva arena de conflicto puede permitir la reconformación de las identidades partidistas. Al tiempo que se señala una nueva agenda de controversias, será posible reconsiderar los viejos motivos del antagonismo. Quiero decir con esto que todos los partidos, todos los grupos políticos, todos los líderes requieren, como certificado de personalidad, un pleito digno de ser peleado. Necesitan dar cuerpo a un nosotros en lucha contra un adversario. ¿Podría este nuevo frente del desacuerdo facilitar la clausura del viejo ámbito de disputas?
La nueva agenda apenas se abre. La legislación aprobada por la legislatura capitalina es el inicio de una polémica que tarde o temprano enfrentará a la clase política mexicana. Tendrá episodios de movilización social, de debate parlamentario, vendrán resoluciones judiciales. El tema servirá para perfilar una nueva silueta de identidades. ¿No es promisorio que el perfil del conflicto político mexicano se afine por estos complejos asuntos morales y que superemos los arcaísmos de nuestras rancias identidades políticas? El nuevo debate augura oxigenación.
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