
En febrero de 2003, John Gray publicó un artículo en New Statesman. Se titulaba: “Tortura: una modesta propuesta.” Desde el título, evocaba esa pieza genial de la sátira británica en la que Jonathan Swift ofrecía consejo para superar la pobreza de las familias irlandesas: convertir a los niños pobres en alimento para los ricos. Así, los niños serían, en lugar de una carga para sus padres, una valiosa contribución al sostenimiento de sus familias. Swift hacía cálculos precisos sobre los niños que debían destinarse al alimento de las clases altas, bosquejando las enormes bondades económicas y morales del plan: capitalizaría a las familias pobres, alentaría la inversión en las tabernas, serviría de regulador demográfico (sobre todo de los católicos), fomentaría el matrimonio e incluso el amor entre los esposos (un marido querría tanto a su esposa como quiere a sus vacas). Swift aclaraba sus intenciones: no me mueve más que el interés público de alentar nuestro mercado interno, atender a los niños, cuidar a los pobres y satisfacer los legítimos placeres de los ricos.
Gray publicaba su alegato por la tortura antes de la invasión a Irak, convencido de que la práctica volvería a ser aplicada y que encontraría defensores. Sin ocultar demasiado la clave de su escrito, el profesor de pensamiento europeo de la London School of Economics salía en defensa de la tortura como una institución clave de la civilización liberal de nuestro tiempo. Si Voltaire y Montesquieu denunciaron los tormentos, era porque combatían monarquías absolutas, regímenes antiliberales. Pero hoy la tortura es amiga de la civilización liberal. Es urgente abandonar nuestros prejuicios, cambiar las leyes para regular la aplicación de los suplicios a los enemigos de la libertad e inaugurar cursos en las universidades para preparar técnicamente a los interrogadores coactivos. Desde luego, habrá que cuidar a los torturadores: reconocer sus servicios a la sociedad y ofrecerles ayuda psicológica por las dificultades de su trabajo. El mayor reto de la libertad, concluía Gray, es diseñar un régimen moderno de tortura legal.
Naturalmente, hubo quien no entendió la ironía y se escandalizó con la modesta proposición del profesor. Algunos decidieron cancelar su suscripción al semanario por haberse atrevido a publicar tal monstruosidad. En realidad, la aberración no solamente se aplicaría muy pronto en las cárceles de Irak, sino que encontraría justificación legal en documentos redactados por los asesores del presidente de los Estados Unidos. La ironía cuadraba a la perfección. Una invasión concebida como intervención liberal convertía la tortura en instrumento de la nueva Ilustración. Torturar a nombre de los derechos humanos.
John Gray se ha dedicado a estudiar y a cuestionar el liberalismo. Empezó a ser conocido como uno de los defensores de la revolución thatcheriana. Durante algún tiempo vio en ella “el principio de realidad en faldas.” Lo que le atraía a Gray de ese realismo era que, en un principio, avanzaba a través de la improvisación: no era la aplicación de un programa, sino la respuesta a desafíos del momento. Gray admiraba la fuerza de Thatcher para oponerse al comunismo, su determinación de limitar el poder de los sindicatos y su lucha contra la inflación. Ella lo consideraba de los suyos. Pero cuando, a fines de los ochenta, cayó la Unión Soviética, se percató que era tan anti-neoliberal como anticomunista. Mientras unos celebraban el 89 como el final de la historia, Gray olía el renacimiento del dogmatismo. Rompió así con Thatcher y sobre todo, con quienes (elogiándola o maldiciéndola) se convirtieron en sus discípulos. La prudencia conservadora de Thatcher se transformó en una misión planetaria. El dogmatismo asesinó al conservadurismo. Soltando el resguardo de la prudencia, se convirtió en un proyecto radical, revolucionario. La dama de hierro quiso emplear todos los instrumentos del Estado para rehacer la economía y la sociedad. El poder público como una bomba para eliminar todos los rasgos desagradables del pasado: un aparato al servicio de un proyecto.
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