En la edición de Vanity Fair que circula ahora, la que lleva fecha de febrero de 2012, puede encontrarse un artículo interesante firmado por David Kamp sobre el mundo de Lucian Freud. El ensayo retrata a un pintor que insistía no competir con su arte. El artista, decía, sólo debe aparecer en su obra, como Dios es visible sólo por la naturaleza. Es difícil tomarle la palabra. Freud no fue solamente un artista, fue un personaje, un hechicero, una fuerza magnética.
El crítico australiano Sebastian Smeee, un escritor que pertenecía al círculo de amistades de Freud, nunca dejó de sentir miedo al estar a solas con él. Había afecto pero nunca desapareció el temor a ser subyugado por sus ojos. Estar con él, dice, era sentir la carga de un vivo riesgo emocional. El peligro de caer de su gracia y ser expulsado de su reino. No es que fuera grosero o agresivo. De hecho, solía ser amable y afectuoso, pero la severidad de su mirada parecía darle un poder infinito. Un poder al mismo tiempo atractivo y repelente; seductor y abominable. La leyenda de Freud tiene un territorio: el estudio donde sentaba a sus modelos para ser examinados durante larguísimas horas, largas semanas, muchos meses.
David Hockney posó para él. La experiencia le resultó fascinante. Le sorprendió la lentitud del retratista. Lo pintó en un lienzo pequeño, pero tardó más de 120 horas en terminar el cuadro. Freud se tomaba su tiempo y hablaba. Durante todo ese tiempo, hablaron de todo, de sus vidas, de amigos comunes, de chismes. Le importaba que su modelo hablara para registrar los movimientos de su cara, capturar la expresión, la vida. Los ojos del pintor no se quedaban en su órbita, taladraban al modelo. Su mirada te atravesaba, dice Hockney. “Podías darte cuenta de que estaba trabajando en una parte de tu cara, en el cachete izquierdo u en otra parte porque sus ojos se clavaban en esa zona y te perforaban.”
Martin Gayford publicó un ensayo sobre la experiencia. La recuerda como una visita al dentista—pero mucho más intensa. Freud pintaba discutiendo consigo mismo. Murmuraba la riña de sus trazos: el retrato era el rastro de una batalla. Fricción de las facciones; las muchas expresiones de un rostro combatiendo entre el pincel y la tela. Cuando se concentraba, recuerda Gayford, se daba instrucciones a sí mismo: “Así” “No, no, no lo creo.” “Un poco más de amarillo” “Menos café.” Un proceso vigorosamente deliberativo, concluye.
Alexi Williams-Wynn, una estudiante de escultura, le envió en 2004 una carta de admiración. Freud le respondió de inmediato invitándola a tomarse un té. Posó luego para él y se volvieron amantes. Hay un retrato extraordinario que la pinta sentada desnuda, abrazando la pierna del viejo pintor en el estudio. El cuadro enmarcó el amor. Fueron amantes el tiempo que Freud tardó en pintar el cuadro. Cuando terminó el cuadro se acabó la relación. El egoísmo, entendió ella, es necesario para el arte verdadero. Jeremy King, un crítico que también posó para él, coincide. Freud me enseñó que el egoísmo es honestidad: “éste soy. Esto es lo que me gusta hacer. Si lo aceptas puedes entrar en mi vida pero no trates de convertirme en lo que no soy.”
El imperio de su egoísmo subordinó todo a la pintura. Sus catorce hijos sufrieron su distancia, su desapego. La única forma de no odiarlo era entenderlo y sólo lo entendieron, sólo lo conocieron y algunos lo llegaron a querer al posar para él.
La antigüedad inventó el Photoshop. Retratando atletas y hermosas, celebrando la juventud y la simetría, eliminó todo defecto del retrato, negó las pecas, borró la papada, maldijo los efectos del gravedad. Nos legó así un catálogo de cuerpos perfectos, criaturas intemporales, hielos simétricos exhibidos en un refrigerador eterno. Si el hombre era la medida de todas las cosas, el arte habría de ofrecernos ese patrón sublimado por la belleza. ¿Qué es círculo si no una línea que enlaza la perfecta proporción de nuestra anatomía? El número pi se insinúa entre las yemas de nuestros dedos y la punta del pie. Nuestro ombligo es el centro exacto de un disco precioso.
Lucian Freud no retrató el cuerpo del hombre con un compás. No trataba de desentrañar una geometría secreta. “Soy un biólogo”, llegó a decir. La descripción que él mismo hace de su oficio es perfecta: un estudioso de la vida, un observador atentísimo de nuestro organismo. Nada me interesa tanto como la gente pero, en realidad, continuaba, “me interesan como animales.” Nadie ha registrado tan descarnadamente la individualidad de nuestra carne, como él. Sin sentimentalismo alguno pintó nuestro peso, le dio color a nuestros bultos y a nuestra grasa. El biólogo observó como pocos y registró como nadie nuestra orografía y nuestra vegetación. Huesos, tetas, músculos, pelos, venas, arrugas, ojeras, lonjas. El cuerpo no es la piel que envuelve al alma: el cuerpo es carne y es tiempo. El cuerpo no es silueta, es volumen.
Freud destrozó las etiquetas de la pintura. Le fascinaban las carnes que se desparraman del cuerpo. Una espalda podía ser para él todo un paisaje. Le atraía la vida del cuerpo, no su estampa. Pintó a la gente que tenía cerca: familia, amigos, vecinos. Llegó a pintar un retratito de la reina (vestida y con corona) pero aceptó muy pocos encargos. Recorrer su obra es una experiencia intensa y también perturbadora. Ni siquiera su retrato de Kate Moss es inocentemente bello. Freud nos invita a ver los cuerpos que han sido expulsados del paraíso de la publicidad. Arrebata nuestra mirada y la dirige a las piernas abiertas de un hombre o a una panza formidable. Algunos creen que sus retratos son despiadados o, peor aún, crueles. Pienso en lo contrario: amor infinito por la humanidad que hay en nuestro volumen, fascinación por el tiempo vivido en nuestras glándulas. Sue Tilley, la voluminosa mujer que sirvió de modelo en varios cuadros suyos, decía que pintaba con amor: ese amor que encuentra un prodigio en cada detalle del cuerpo.
Los retratos de Freud no son trofeos del clic. No son el pestañeo de una cámara, un instante detenido que permanece en el lienzo. Son perceptibles en sus telas las muchas horas de observación, de reflexión que hay detrás de cada retrato. Hay un cuadro que me intriga particularmente. Se titula “Dos irlandeses en W11” Lo pintó Freud entre 1984 y 1985. Se trata de un cuadro inusual porque escapa de la caja que normalmente aloja a sus modelos quienes, además, están vestidos de traje y corbata. Dos figuras y, al fondo, una ventana que muestra la ciudad. Lo que quiero notar es el contraste entre los rostros y las fachadas que se ven a lo lejos. Mientras la ciudad parece una pintura hiperrealista, los hombres han sido pintados con un pincel más grueso. La fidelidad fotográfica de techos y antenas contrasta con cierta imprecisión en las mejillas y los labios. Será que el retrato no es arte de definición. La minuciosa imprecisión en los retratos de Freud subraya el misterio.
No todo en la pintura de Freud fue carne. Me atrevo a decir que, ante todo, Lucian Freud fue un pintor de la mirada. ¿A dónde ven sus modelos? Parecería que todos pierden la mirada en el suelo o en la pared. A veces duermen pero suelen tener los párpados abiertos y los ojos extraviados. Si el cuerpo es pesadez, la mirada es extravío. Aunque la pierna de un hombre roce a su amante, sus miradas no se encuentran. Lucian Freud fue el biólogo de nuestra soledad.
Murió Lucian Freud. El crítico australiano Robert Hughes lo describió hace unos años como el máximo artista inglés vivo. Pocos discutirán que fue el gigante del arte figurativo de nuestro tiempo. Frente al éxito comercial del escándalo artístico, Freud reivindica el poder tradicional de la pintura. El New York Times lo recuerda aquí, The Guardian acá, The Telegraph publica esta nota. En el Financial Times se le describe como el mejor intérprete de la carne humana. Puede verse una conversación de Charlie Rose con William Acquavella and John Richardson. The Guardian también comparte una buena galería de su vida y su trabajo.
Martin Gayford posó para Freud y escribió un libro sobre la experiencia. David Dawson, su asistente por más de una década, lo fotografío muchas veces en su estudio. Este libro recoge sus imágenes. Acá se puede recorrer una parte de su obra. Éste es un documental interesante sobre sus retratos. Florence Waters enlista datos que poco se conocen de su vida y de su obra. El crítico Martin Gayford recuerda a su amigo. Jerry Saltz explica por qué admira a un artista que no le gusta. El obituario del Economist describe su despiadada honestidad.
En el New York Times, Michael Kimmelman lo recuerda como el hombre más interesante de Londres. Merope Mills narra la entrevista que se convirtió en una cita. El Telegraph junta algunas expresiones suyas. William Feaver recuerda sus llamadas telefónicas y la rudeza de sus cartas. Para Fernando Castro, en el abc, sus retratos son "las más honestas modulaciones de la melancolía contemporánea." Manuela Mena, en El país, cree que será tan importante como su abuelo para entender al siglo XX.
Últimos comentarios