
Václav Havel vivió una vida inverosímil. El cuento de un niño príncipe que es enviado al exilio y a quien, en reprimenda por su origen, se le prohíbe aprender parar regresar años más tarde a ocupar el trono en el castillo. La historia de un hombre de letras que usó la palabra para burlarse del poder (y de sí mismo) y fue lanzado después a la arena de la política. El disidente que el azar coloca a la cabeza del Estado. Él mismo se asombraba de las estaciones que había recorrido. Tal vez soy una anomalía de la historia. ¿Cómo es que yo, el autor de obras absurdas, habiendo vivido tantísimas situaciones absurdas terminé en el centro de una conmoción histórica que cambiaría el destino de las naciones y de millones de personas? Con frecuencia pienso, seguía Havel, que todo esto habrá sido un sueño y que muy pronto sonará la alarma del reloj para despertar en mi catre del ejército—antes del teatro, la prisión, la presidencia. Quizá la vida sea, en efecto, un milagro. Un cuento que es a veces hermoso, a veces emocionante, a veces terrorífico.
Nació en Praga en una familia de la burguesía media, la peor desventaja tras la llegada del comunismo a Checoslovaquia. Su familia fue obligada a abandonar la ciudad para aprender del campo y de la pobreza. Se le prohibió la educación superior y fue obligado a trabajar en un laboratorio farmacéutico. Durante el servicio militar entró en contacto con el teatro. Ahí fue formando una visión de la historia, de la política, de la vida. Escribió para la escena siguiendo la pauta de Becket y de Ionesco. Creyó que el teatro del absurdo, el fenómeno teatral del siglo, lograba captar al hombre en el vacío, al hombre sin certezas, al hombre que camina con el abismo a los pies. De ese teatro aprendió Havel. Un teatro que no ofrece esperanzas, que no entrega la llave para entender al mundo sino que ilustra con silencios, esperas o incoherencias, nuestro desamparo.
En 1978 escribió “El poder de los sin poder,” el ensayo más importante de la disidencia centroeuropea que, durante años, circuló clandestinamente. El artículo ubicaba el núcleo de la dominación totalitaria. El poder del sistema tenía una base “física” radicalmente distinta a las dictaduras tradicionales. El totalitarismo ofrece una casa al hombre pero le exige una renta altísima: su conciencia, su responsabilidad. El régimen no pide simple obediencia, exige confiar al Estado el uso de la razón propia. Sin embargo, el totalitarismo es incapaz de colonizar la médula del juicio individual. Por eso se conforma con la simulación. El totalitarismo—Havel lo llama postotalitarismo—es el régimen de la mentira. El vendedor de verduras en el mercado pone un letrero junto al precio de las cebollas y las zanahorias. ¡Proletarios del mundo, uníos,” dice el rótulo. ¿Por qué hace eso el comerciante? ¿Siente la necesidad de comunicarle a sus clientes su convicción de que la unidad de la clase obrera cambiará al mundo? ¿Realmente cree en lo que dice? El letrero no refleja su opinión, no expresa sus ideas, no es manifestación de su fe política. El vendedor pone el letrero (que seguramente le entregó el sindicato) para no tener problemas con el régimen, para tener una vida relativamente tranquila, para ahorrarse algún fastidio. Vencer al totalitarismo era escapar de esa trampa: vivir en la verdad… y asumir las consecuencias.
Havel renunció a la comodidad de las mentiras. Ser fiel a la verdad lo encerró durante casi cinco años en la cárcel y lo castigó con un poder que, si le creemos, nunca buscó. En el fondo, su crítica al totalitarismo era parte de una crítica más amplia a la modernidad. Havel fue, en efecto, un crítico de la modernidad, de la industrialización, de la mundialización. El totalitarismo de corte soviético no era para él más que la cara radical de la amenaza moderna que pretende convertir la plaza de la política en maquinaria desalmada. Defendió lo que llamaba “antipolítica.” Sabía que las instituciones eran importantes y después de competir en elecciones llegó a aceptar que los partidos eran indispensables, pero creía que la vitalidad estaba en otra parte, en la organización espontánea de la sociedad civil.
Partiendo de su propia experiencia entendió que la política podía ser “el arte de lo imposible:” moralidad práctica. A su presidencia no le faltaron, naturalmente, críticos pero, de la camada de los dirigentes que tiraron el muro a finales de los 80, el dramaturgo checo resultó el político más exitoso. Sus memorias no son solamente una reivindicación de la dimensión moral de la política sino también de su compromiso estético. Havel entendió que gobernar es, también, labrar lo simbólico. La belleza será, tal vez, el antídoto más eficaz contra la propensión política a lo inhumano.
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