Michael Walzer no ha ocultado su incomodidad con el oficio del filósofo. Se le identifica como uno de los filósofos políticos más destacados de nuestro tiempo pero él rehúye el calificativo. No soy capaz de respirar con naturalidad entre abstracciones, ha revelado. Los filósofos disfrutan del juego de las entelequias: gozan apartándose del vecindario para elucubrar cómo sería el mundo sin dinero, sin notarios y sin parlamentos. Juegan con conceptos políticos como si fueran ladrillos de una ciudad imaginaria. Inventan una isla para la humanidad. Se entretienen pensando que ahí hay comida pero no aparecen las palabras de la evaluación moral. No hay vocablos para el bien, ni exclamación para la injusticia. ¿Cómo vivirán los habitantes de la isla sin lenguaje moral? ¿Sería posible convivir sin nombrar el mal? ¿Aparecería tarde o temprano la palabra de la condena y el elogio? El hecho de que no se tenga registro histórico de un idioma con esos vacíos no frustraría el entusiasmo de la especulación filosófica. Del experimento surgirá una compleja arquitectura que será su orgullo.
Walzer no se ha unido a ese club de abstracciones. A la lógica de la geometría ha opuesto una interpretación de la cultura, una lectura de la historia. Respeta la fuga de la abstracción y discute constantemente con el gremio filosófico, pero lo hace desde otro sitio y con otras herramientas. No comparte esa necesidad que el filósofo tiene de apartarse, ese afán por elevarse y dejar las limitaciones de la circunstancia. Por el contrario, está convencido de que, cuando el filósofo habla de los asuntos públicos, tiene el deber de clavarse en la realidad del mundo, de su mundo. Walzer no se ha trepado al globo de los filósofos. Ha ejercido como crítico. Reivindica para sí una tradición antigua y venerable que no empieza con Sócrates, sino que es tan antigua como la sociedad misma y que incluye a novelistas y dramaturgos, a ensayistas e historiadores. Es la tradición que nace con la queja: inconformidad hecha pública. El crítico es un especialista en la queja. A través de la sátira, de la polémica, de la denuncia rechaza la fatalidad de lo existente. El crítico describe lo que está mal en el mundo y bosqueja un remedio no con lo que inventa sino por aquello de lo que se alimenta. El crítico no huye a la montaña más alta para descubrir principios morales intemporales, trata de orientarse por su propia experiencia. Walzer ha distinguido tres caminos para hacer filosofía moral: el descubrimiento, la invención y la interpretación. La ruta del descubrimiento tiene buenos ejemplos en la historia de la religión. El bien se descubre como una creación de la que somos ajenos. Nuestra tarea es descubrir el código inscrito en nuestra propia naturaleza. La segunda ruta es la invención: la naturaleza no nos provee de casa (moral), toca a la inteligencia humana imaginarla. Diseñar una habitación en donde todos puedan dormir tranquilos. Finalmente, puede trazarse el rumbo de la convivencia a través de la interpretación. El intérprete no busca claves en la verdad revelada ni en la fantasía moral: se toma en serio los hábitos de su propia sociedad y, en nombre de ellos, cuestiona prácticas y decisiones.
Buscándole significado a la costumbre, Walzer, como los conservadores, encuentra, más que rutinas, norma. Los hábitos adquieren la dignidad de lo justo. En Esferas de la justicia, su libro más importante, desarrolla una noción de justicia que sirve a una igualdad compleja. La justicia no puede ser simplemente la distribución de un bien supremo. Los distintos bienes que una sociedad aprecia, están gobernados por principios distintos. Cada recurso tiene su propio régimen, pertenece a su propia “esfera.” No se pueden distribuir los bienes con justicia, a menos de que entendamos lo que esos bienes significan en una comunidad; qué papel juegan en la convivencia, cómo surgen, de qué modo son valorados. Y no hay manera de comprender la importancia de esos bienes, a menos de que seamos capaces de descifrar su significado social.
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