Dice David Byrne en su nuevo libro que todo empezó con un ruido, con un sonido: la palabra. Al parecer la ciencia contradice nuevamente a la fe: todo empezó en silencio. El Big Bang fue, en realidad, un Brief Shhh. Ni un rechinido se habrá escuchado en el origen del tiempo y el espacio porque no había sitio para que el ruido se propagara. En el principio fue el silencio. Después, las reverberaciones del polvo los soles y los planetas habrán sonado, pero el primer instante fue mudo. La consecuencia de que el sonido naciera tras del espacio, se acomodaría mejor a las ideas que Byrne desarrolla en su libro: la música depende del contexto en el que se compone, se interpreta, se reproduce, se escucha. La música depende de su empaque tecnológico y arquitectónico. La iglesia en que compuso Bach sus oratorios fue también instrumento y partitura del genio.
Cómo funciona la música es el título del libro publicado este año por la editora McSweeney’s, de San Francisco. Es, en buena medida, el libro de memorias de un músico pero, lejos de ser una colección de infidencias, es la muy legible aventura por el planeta de los sonidos. Combinando experiencias, reflexiones y lecturas explora los orígenes de la música, la mecánica de la creación, el impacto de la técnica, los efectos neuronales de la armonía, el nuevo negocio de la música. Exuberante, condimentado con ilustraciones y anécdotas, gratamente desordenado, el libro de Byrne se propone bajar al compositor romántico del pedestal. Para él la composición no es la expresión de un sentimiento incubado en el alma del genio para quedar inmortalizado en una sinfonía.
El contexto es el mensaje, dice, parafraseando a McLuhan. El cuento tradicional de la creatividad comienza con la mirada extraviada del compositor a punto de parir la Obra. Los ángeles y los demonios combaten en su interior para encontrar la melodía que calca los tormentos de su espíritu. De pronto, la emoción se vierte en el papel. La creatividad funciona exactamente al revés dice, Byrne. Si podemos expresar musicalmente nuestras emociones es porque las insertamos en las formas que nos ofrece el contexto. Como los pájaros, instintivamente adaptamos el canto para ser oídos en la selva, en el bosque, en la ciudad. La creatividad no es producto de la generación espontánea sino de la adaptación.
Se asume un vínculo directo entre la vida y la canción, como si la canción fuera el recipiente de la experiencia emocional. La gente piensa que, cuando compongo una canción, cuenta Byrne es porque siento una urgencia por expresar algo que me pasa, algo que siento. Que si alguien elige interpretar una canción es porque esa melodía se conecta con una experiencia personal: ¡Absurdo!, dice. La composición no expresa la emoción, la provoca. “Hacer música es como construir una máquina cuya función es sacar a la luz emociones en el intérprete y en quien escucha.” Por eso el argumento central del libro es que no hacemos música, la música nos hace.
No era muy distinto lo que decía Ortega y Gasset en sus apuntes musicales: cuando oímos la música de Beethoven, gozamos concentrados hacia adentro. “No nos interesa la música por sí misma, sino su repercusión mecánica en nosotros, la irisada polvareda sentimental que el son pasajero levanta en nuestro interior con su talón fugitivo. En cierto modo, pues, gozamos, no de la música sino de nosotros mismos.” La música se vuelve resorte que pone en movimiento nuestras emociones. “Oímos la romanza en fa, pero escuchamos el íntimo canto nuestro.”
En el archivo de Isaiah Berlin que mantiene su editor Henry Hardy se rescata una emisión de la BBC en la que selecciona los discos que se llevaría a la famosa isla. Aquí puede esecucharse la emisión del 15 de marzo de 1992: Isaiah Berlin's Desert Island Discs.
Cuando Charles Rosen escuchó Debussy por primera vez, reaccionó de inmediato: “debería haber una ley que prohibiera esto.” Tenía siete años. Desde los cuatro años tocaba el piano, no porque fuera un prodigio sino porque, como dice él, para tocar el piano, hay que empezar temprano. Si uno quiere caminar por la cuerda floja, hay que comenzar desde el principio. Unos años después grabaría los Estudios de Debussy. Se tardó un poco, pero llegó a apreciar al compositor impresionista. A Charles Rosen, intérprete y crítico, le gusta citar una línea de Goethe: “El primer contacto con cualquiera de las excelsitudes de la vida o del arte, conlleva un dolor que surge de esa sensación de inferioridad del espectador. Sólo en un periodo posterior, cuando lo absorbemos a nuestra cultura, cuando nos apropiamos todo lo que nuestra capacidad nos permite, aprendemos a amarlo y a valorarlo. La mediocridad, por la otra parte, puede darnos placeres directos; no lastima nuestra vanidad, premiándonos con la idea de que somos tan buenos como cualquiera. … Aprendemos sólo de los libros que no podemos juzgar.”
Charles Rosen, a quien el presidente Obama le otorgó la Medalla de las Humanidades a principios de este año, no se ha dedicado solamente a tocar el piano sino a explicarlo. Desde que descubrió unas notas absurdas publicadas para acompañar las piezas de sus primeros discos, escribe los textos que acompañan sus grabaciones y sus conciertos. Este año apareció la más reciente compilación de sus ensayos de música y literatura: La libertad y las artes, se titula. En el anhelo artístico reside la paradoja de la libertad: el arte subvierte los significados sin dejar de acatar ciertas convenciones. Rosen retoma la pregunta que Lichtenberg anotó en una libreta personal: ¿por qué las palabras habrían de tener un significado fijo? ¿Por qué no habrían de capturar la fluidez de las experiencias, la mutación del mundo? La primera tiranía que padecemos es la del lenguaje, dice Rosen. Esa constricción del sentido es la primera restricción. Las redes del significado nos atrapan. El humor, la poesía, el arte son escapes de esa jaula. El arte nos regala nuevos significados. De ahí su carácter subversivo, inevitablemente corruptor, peligroso.
El arte tendrá sus convenciones pero se espera que las rompa, que las burle y, al hacerlo, nos sorprenda. Ese es el privilegio del artista. Celebramos que el creador se aparte de las convenciones que gobiernan su oficio. Esperamos originalidad, sorpresa, provocación. Y. cuando la encontramos en el arte, nos ofendemos.
Un ensayo sobre la ópera que escribe a partir de la publicación de un diccionario especializado captura su inteligencia irónica y erudita. La ópera, dice, Rosen, es la más prestigiosa de las formas musicales. Es también la más absurda, la más irracional. Ningún diccionario, advierte, podría tratar con el sinsentido de la ópera. Ahí no debe esperarse racionalidad alguna porque al género lo gobierna un código lunático al que todos los involucrados se someten con docilidad. Valdría reconocer que no ha sido una forma artística particularmente respetable: barullo de fondo mientras los apostadores juegan a las cartas; espectáculo donde sopranos inmensas personifican tuberculosas moribundas. “El ideal de la ópera, escribe, la forma en que perfila una visión de lo sublime, no puede separarse de su elemento grotescamente físico.” De todas las artes, continúa el pianista, la música es la más habilidosa para escapar los filtros del significado. En la ópera, “la música no nos llega a través de las palabras: las palabras llegan a través de la música.” La musicalidad se beneficia aquí del intenso contraste con la fisicalidad. Los cuerpos gordos y sudorosos que la producen suelen contrastar con la exquisita delicadeza de la música. “El fundamento de la ópera, concluye, aparece como la oposición entre el ideal musical de la pureza y la cruda realidad, el vestuario bobo, la trama ridícula, la penosa decoración que se necesitan para producirla: pero la música esconde en sí misma una realidad tan brusca, igualmente física.”
Gracias a Aurelio Asiain conozco este documental extraordinario: Shostakovich vs. Stalin, la guerra de las sinfonías:
La música es divina concordancia
deste mundo inferior y del angélico.
Todo cuanto hay en todo, todo es música;
música el hombre, el cielo, el sol, la luna,
los planetas, los signos, las estrellas;
música la hermosura de las cosas.
Lope de Vega, Los locos de Valencia, acto tercero. (En La música de Occidente, de Raúl Zambrano, publicado por El Colegio de México) Corrregido gracias a Aurelio Asiain.
El nuevo proyecto de Brian Eno es entretejer su música a las palabras del poeta inglés Rick Holland. De su diálogo han salido ya dos discos: Panic of Looking y Drums Between the Bells. Las voces del disco no son las del poeta sino de un diseñador gráfico y de un empleado de su gimnasio. Aquí una muestra.
Ronda la imagen de la música como un edificio líquido y la arquitectura como música congelada. Habitaciones de sonidos o ladrillos. El músico Brian Eno cree que las asociaciones no corresponden con su experiencia como compositor. Invitado por edge, esa extraña organización que se ha dedicado a plantar preguntas agudas en las mentes más brillantes del mundo, el músico y productor sugirió que la creación musical está más cerca del patio de un jardinero que del restirador de un arquitecto.
Cuando empezó a componer, Brian Eno tenía en mente aquella imagen arquitectónica: un diseño que se plasma en un dibujo detallado. Para hacer música habría que imaginar la melodía, disponer la orquestación y conducir la voz de los instrumentos. Pronto entró en contacto con experimentos como los de John Cage o Steve Reich que rompían definitivamente con la imagen del arquitecto de partituras. Ni Cage ni Reich partían de una imagen completa de la pieza en la mente. Por el contrario, tenían en la mano unas cuantas ideas y se abrían a la intervención de la sorpresa. Recogían sonidos, aceptaban el silencio, le daban la bienvenida al caos. El paradigma musical cambió: el compositor dejaba de ser el personaje que dicta sonidos desde la cumbre de la inspiración; era, por el contrario, un creador equipado con unas cuantas intuiciones, un receptor de réplicas. Más que como arquitecto, el compositor trabaja como jardinero, dice el músico de los aeropuertos. Trae en la mano unas semillas, las echa a la tierra, las riega y espera para ver cómo crecen.
El arquitecto, dice Eno, es un obsesivo del control: quiere sujetar su criatura hasta el último detalle. No le basta el muro y la ventana, quiere diseñar el florero y la vajilla. Así no trabaja un jardinero—a menos de que haya sido el infame diseñador de ese espanto que es Versalles. Un jardinero busca sus semillas, las cuida, las planta y les ayuda a transformarse en otra cosa pero nunca imagina que podrá dominar el crecimiento de sus ramas, imponerle simetría a las hojas, dictar coloratura a las flores. La Ilustración impuso un ideal de poder que trasciende la política: nos definió como animales que se apoderan del mundo a través de la razón. Inteligencias dominantes. Bajo esta expectativa, renunciamos a un don crucial, dice Eno: el don de abandonarnos, el don de dejarnos ir, el don de aceptar la sorpresa, la gracia de aceptar la colaboración de lo inhumano.
La música, como la religión, como el arte, como el sexo sería abdicación de esa voluntad de poder. Elevación de quien se deja llevar. La composición de la que habla Eno supone una conciencia de todo aquello que no debe ser controlado, la disposición de soltar y recibir la colaboración del azar. La jardinería musical sería por ello un sabio recordatorio de que nuestra gracia no es solamente la capacidad de cerrar el puño para sujetar troncos convertidos en armas sino también nuestra habilidad para abrir la mano y soltar.
Brian Eno participó hace unas semanas en un evento organizado por edge. Habló sobre la composición musical a la que ve más cerca de la jardinería que de la arquitectura. No es el acto de un genio que tiene la obra completa en la cabeza y la despliega en la partitura sino la creación de un hombre que planta semillas y espera la sorpresa de su florecimiento. El arquitecto imagina el resultado final hasta sus últimos detalles. El arquitecto es un obsesivo del control. El jardinero colabora con la naturaleza, es decir, con lo incontrolable. La Ilustración nos enseñó que nuestro poder está en el control. Podríamos pensar que la renuncia, el abandono es otro don del género humano que habría que dignificar. La jardinería... y la música como la entiende Eno podrían enseñarnos algo.
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