Oído en el blog de Fernando Fernández.
Oído en el blog de Fernando Fernández.
Juan Cruz recupera el recuerdo de Savater sobre su último encuentro con Octavio Paz.
"Llegué muy conmocionado, temiendo ver a mi amigo en estado de sufrimiento. Octavio se encontraba ya muy consumido, prácticamente no podía hablar, y lo trasladaban en silla de ruedas sólo el par de horas al día que se levantaba de la cama. Pero aún así, al verme me lanzó una sonrisa con el afecto y la complicidad que habíamos tenido durante muchos años. Yo no sabía qué decir, era tal la emoción que me embargaba. Entonces Marie Jo [la mujer de Paz] tuvo un gesto maravilloso y le pasó la mano por el cabello mientras me decía con ternura: ´Mira qué pelo más bonito tiene todavía`. Esa caricia me desgarró, pero también me llenó de vida. Fue la última vez que lo vi".
Letras libres publica en su número de abril un retrato que el filósofo hace del poeta. Savater recibirá hoy el Premio Octavio Paz.
Octavio Paz
Al alba, un escalofrío recorre a los objetos. Durante la noche, fundidos a la sombra, perdieron su identidad; ahora, no sin vacilaciones, la luz los recrea. Adivino ya que esa barca varada, sobre cuyo mástil cabecea un papagayo carbonizado, es el sofá y la lámpara; ese buey degollado entre sacos de arena negra, es el escritorio; dentro de unos instantes la mesa volverá a llamarse mesa… Por las rendijas de la ventana del fondo entre el sol. Viene de lejos y tiene frío. Adelanta un brazo de vidrio, roto en pedazos diminutos al tocar el muro. Afuera, el viento dispersa nubes. Las persianas metálicas chillan como pájaros de hierro. El sol da tres pasos más. Es una araña centelleante, plantada en el centro del cuarto. Descorro la cortina. El sol no tiene cuerpo y está en todas partes. Atravesó montañas y mares, caminó toda la noche, se perdió por los barrios. Ha entrado al fin y, como si su propia luz lo cegase, recorre a tientas la habitación. Busca algo. Palpa las paredes, se abre paso entre las manchas rojas y verdes del cuadro, trepa la escalinata de los libros. Los estantes se han vuelto una pajarera y cada color grita su nota. El sol sigue buscando. En el tercer estante, entre el Diccionario etimológico de la lengua castellana y La Garduña de Sevilla y anzuelo de bolsas, reclinada contra la pared recién encalada, el color ocre atabacado, los ojos felinos, los párpados levemente hinchados por el sueño feliz, tocada por un gorro que acentúa la deformación de la frente y sobe el cual una línea dibuja una espiral que remata en un vírgula (ahí el viento escribió su verdadero nombre), en cada mejilla un hoyuelo y dos incisiones rituales, la cabecita ríe. El sol se detiene y la mira. Ella ríe y sostiene la mirada sin pestañear.
¿De quién o por qué se ríe la cabecita del tercer estante? Ríe con el sol. Hay una complicidad, cuya naturaleza no acierto a desentrañar, entre su risa y la luz. Con los ojos entrecerrados y la boca entreabierta, mostrando apenas la lengua, juega con el sol como la bañista con el agua. El calor solar es su elemento. ¿Ríe de los hombres? Ríe para sí y porque sí. Ignora nuestra existencia; está viva y ríe con todo lo que está vivo. Ríe para germinar y para que germine la mañana. Reír es una manera de nacer (la otra, la nuestra, es llorar). Si yo pudiese reír como ella, sin saber por qué…Hoy, un día como los otros, bajo el mismo sol de todos los días, estoy vivo y río. Mi risa resuena en el cuarto con un sonido de guijarros cayendo en un pozo. ¿La risa humana es una caída, tenemos los hombres un agujero en el alma?. Me callo, avergonzado. Después, me río de mí mismo. Otra vez el sonido grotesco y convulsivo. La risa de la cabecita es distinta. El sol lo sabe y calla. Está en el secreto y no lo dice; o lo dice con palabras que no entiendo. He olvidado, si alguna vez lo supe, el lenguaje del sol.
La cabecita es un fragmento de un muñeco de barro, encontrado en un entierro secundario, con otros ídolos y cacharros rotos, en un lugar del centro de Veracruz. Tengo sobre mi mesa una colección de fotografías de esas figurillas. La mía fue como una de ellas: la cara levemente levantada hacia el sol, con expresión de gozo indecible; los brazos en gesto de danza, la mano izquierda abierta y la derecha empuñando una sonaja en forma de calabaza; al cuello y sobre el pecho, un collar de piedras gruesas; y por toda vestidura, una estrecha faja sobre los senos y un faldellín de la cintura a la rodilla, ambos adornados por una greca escalonada. La mía, quizá, tuvo otro adorno: líneas sinuosas, vírgulas y, en el centro de la falda, un mono de los llamados "araña", la cola graciosamente enroscada y el pecho abierto por el cuchillo sacerdotal.
Roger Bartra hace una lectura del retrato que Enrique Krauze hace de Octavio Paz y de sus ideas políticas en Redentores.
"Para Krauze, Octavio Paz no logró culminar su travesía liberal y se mantuvo siempre, hasta el final, como un revolucionario. No abandonó nunca totalmente su vocación redentora."
...
"Paz se volvió reformista pero era al mismo tiempo revolucionario. Por esto Krauze afirma que “no era liberal, sino un peculiar socialista libertario. Paz nunca dejó de ponderar al sistema político al que había servido. Negar esa historia era negar a la Revolución mexicana”. El poeta hizo un severo juicio del marxismo, del leninismo y del bolchevismo. Sin embargo, señala Krauze, faltaba un acusado en el juicio: el propio Octavio Paz. El poeta se dio cuenta y vivió la crítica como un intento acaso vano de expiar un pecado que, dijo Paz en 1975, “nos ha manchado y ha manchado también, fatalmente, nuestros escritos”. "
Mark Strand
José María Espinasa escribe sobre los cuarenta años de Plural.
Hasta entonces, en general, las revistas literarias o culturales mexicanas habían servido para difundir, entre unos pocos, la obra de quienes las hacían. El sentido era crear una comunidad, y esa fue la virtud de Contemporáneos, Taller, El hijo pródigo e incluso la Revista Mexicana de Literatura. Si conseguían llegar más allá de esa “inmensa minoría”, para usar la expresión de Juan Ramón Jiménez, dependía más de los tiempos que de la calidad misma. Dicho de otra manera:Contemporáneos era tan buena en 1930 como en 1980, pero en esos cincuenta años había pasado de ser una curiosidad a ser un clásico. Plural, en cambio, nació como un clásico; se dirigía no a una comunidad sino a un público, aspiraba no sólo a crear obras duraderas sino a influir en su entorno inmediato (Diálogos lo planteó un poco antes; por eso pienso que la revista de Ramón Xirau fue la primera publicación moderna del siglo XX). Este proceso es natural y hasta deseable en la evolución de una sociedad. No está, sin embargo, exento de peligros. Contemporáneos quería dar a conocer una literatura, una idea de la creación y sus resultados concretos, y nada más. Plural, en ese mismo intento, descubrió al monstruo: hacer una buena revista daba adicionalmente poder.
No y sí
Juntos
Dos sílabas enamoradas
Octavio Paz
Markus Raetz es un escultor suizo que ha explorado la ilusión. Siguiendo la pista de Magritte, esculpió una pipa que podría no serlo. La pieza de arriba se lee, desde un ángulo como un sí y desde otro, dice no. Aquí puede verse el juego de las palabras en su versión en francés.
Christopher Domínguez escribió en el suplemente cultural del Reforma un artículo sobre el romanticismo de Octavio Paz que dialoga de algún modo con la reflexión de José Antonio Aguilar sobre el liberalismo en Paz y Vargas Llosa:
Nunca quiso ser Paz un pensador sistemático ni intentó, como Blake, ser un profeta o volver, como lo quiso Pound en su batalla contra la usura, su propia poesía en una historia "particular" de la infamia. Paz es un romántico desengañado: sueña con una religión de la poesía, pero lo despierta un escepticismo que le impide, en su sentido religioso, el entusiasmo. El hechizo del mundo termina con la crueldad de los sueños utópicos hechos realidad política. Sólo el poema, una vez, vuelve a encandilar al poeta.
El tema lo ha pensado bien Yvon Grenier en Del arte a la política. Octavio Paz y la búsqueda de la libertad, publicado por el Fondo de Cultura Económica.
José Antonio Aguilar escribe en Nexos un artículo interesante sobre el liberalismo de Mario Vargas Llosa. Aplicando el método que desarrolla en su libro La geometría y el mito que acaba de publicar con el sello del Fondo de Cultura Económica, compara la perspectiva de un romántico como Octavio Paz con la mirada de un hombre que ha renunciado al sueño de la comunión. "La suya, dice Aguilar Rivera, es una concepción modesta de lo que el liberalismo puede y debe hacer en el mundo." Mientras Paz lamenta la árida precisión de la geometría liberal, Vargas Llosa celebra la modestia de la tolerancia:
Vargas Llosa en cierto sentido es un romántico más radical. Lo es porque para él el individuo, y su mundo interno, tienen absoluta primacía. El individuo, “ese personaje al que los liberales consideramos la piedra miliar de la sociedad”. Lo es, también, porque cree que la libertad “se mide en el seno de una sociedad por el margen de autonomía de que dispone el ciudadano para organizar su vida y realizar sus expectativas sin interferencias injustas”. Las personas tienen preguntas existenciales, no las sociedades. Buscan respuestas en su fuero interno, no de manera colectiva. Cuando la búsqueda del origen se convierte en una empresa compartida degenera en nacionalismo u otras cosas peores. En Vargas Llosa la geometría no ha emasculado al arte; simplemente ha encontrado su lugar.
A Jean Bodin se le recuerda por haber fijado para la posteridad la idea de la soberanía. Escribiendo en la segunda mitad del siglo XVI, defendió un poder sin restricciones que fundara la ley y se impusiera inequívocamente en el reino. Un poder absoluto y perpetuo, no sujeto a reglas. Pero este hombre al que asociamos con la institucionalización de la monarquía absoluta es también un teórico de la prudencia monetaria. El rey habría de concentrar todos los poderes en su trono: legislar, resolver conflictos, declarar la guerra. El poder incluso, sobre la vida y la muerte de sus súbditos estaría en sus manos. Pero justamente por el propósito de fortalecer al soberano, sugería que el rey no cayera nunca en la tentación de demeritar la moneda que acuñaba. La moneda no solamente era un instrumento de cambio: era el retrato del rey. Una hoja de metal con el perfil del monarca que pasaba de mano en mano. Si la moneda dejaba de valer, quien se devaluaba era el gobierno. El soberano estaba en su moneda económica y simbólicamente.
Algo dice una comunidad política que elige a un escritor para aparecer en su moneda. Tal vez sugiere que hay otra soberanía: No la de la fuerza, sino la de la palabra y la imaginación. Octavio Paz vuelve a ser la espalda del águila en las monedas de México. La ocasión es extraña. Se recuerda el aniversario del Premio Nobel, como si lo que fuera recordable del poeta fuera la decisión de un club de suecos más que la obra de toda una vida. Sea como sea, es curioso que Paz termine acuñado. Hay en su poesía y en su ensayo una constante repulsa al dinero, como el símbolo de una sociedad que abominaba. Que haya trabajado para la Comisión Nacional Bancaria contando billetes para quemarlos es un símbolo perfecto. Amontonar billetes muertos para convertirlos en ceniza.
La moneda aparece en un título de Octavio Paz como metáfora del azar o, quizá, del milagro. Águila o sol es una colección de poemas en prosa en donde aparece un primer texto con ese título. Un escritor que galopaba con imágenes se detiene de pronto. La señales se le borran. “Hoy lucho a solas con una palabra. La que me pertenece, a la que pertenezco: cara o cruz, águila o sol?”
Pero la metáfora más fuerte de la moneda en la poesía de Paz no es la del volado sino la de la de una rueda desalmada que devora al hombre. Entre la piedra y la flor es el poema en donde despunta la extraordinaria ambición del poeta. Era el poema de un muchacho que apenas salía de su casa por primera vez, que viajaba y encontraba la miseria en Yucatán. Hombres aplastados por una maquinaria que estrangula. El hombre que da vueltas y vueltas en los siglos, hablando un lenguaje que los burócratas y los comerciantes desconocen. El poema captura el repudio de Paz a la economía de mercado que habría de acompañarlo—con todos sus cambios—a lo largo de toda su vida. La moneda es retratada como el símbolo más perfecto de una comunidad alterada por el imperio de las mercancías.
El dinero y su rueda,
El dinero y sus números huecos,
El dinero y su rebaño de espectros.
La moneda no es la medalla de metal que perfora el bolsillo. Es, en realidad, un agujero por el que se despeña el hombre. Una boca que devora todo lo valioso y que hace cálculos con lo sagrado. La brujería del dinero evapora los sudores, las lágrimas, la idea. Sea cual sea su valor, la moneda es un engaño: es el Gran Cero, dice.
Sus jardines son asépticos
su primavera perpetua está congelada,
sus flores son piedras preciosas sin olor,
sus pájaros vuelan en ascensor
sus estaciones giran al compás del reloj.
Para el romántico, el dinero no puede ser más que una infamia, una blasfemia: un talismán que desencanta al mundo y corrompe al hombre. Los pájaros volando en el elevador. Lo que importa no suma. Son las alegrías y penas personales, pero también la fantasía del mito: la pirámide, el ídolo y la virgen. El poderoso caballero nos posee. Buscamos la riqueza sin darnos cuenta que somos moscas y el dinero araña. El dinero nos vuelve ninguno. No importa si se tiene mucha o poca plata. Lo que importa es que la moneda nos convierte en número. No somos un quién: somos un cuánto.
El dinero seca la sangre del mundo
sorbe el seso del hombre.
Escalera de horas y meses y años:
allá arriba encontramos a nadie.
Saber contar, dice Octavio Paz, no es saber cantar.
Es una pena, pero su nombre terminará adornando edificios públicos. El odiador de la pompa parlamentaria, inmortalizado en letras de oro. Más temprano que tarde su apellido se asentará en mármol. Monsiváis, el iconoclasta, es fundador de la nueva cultura oficial. Habría que hacerle honor a su ironía: estatua ecuestre para Monsiváis. Su mirada (no lo aplaudo) se volvió hegemónica. Tal vez no nos hemos percatado de la manera en que la idea México fue transformada por la tenacidad de sus párrafos. México se observa hoy, en buena medida, desde sus anteojos.
Valdría la pena hablar de la ambición intelectual de Carlos Monsiváis y, sobre todo, de su poder. Podría pensarse que una obra tan abundante y tan despeinada tiene vida de papel periódico: crónicas hechas para la lectura apresurada y el envoltorio del pescado. Desparramada en miles de publicaciones, brincando de tema en tema, enlazando lo sublime con lo trivial, su escritura esconde el hilo. Se trata de una imponente labor de curaduría nacional: hospedar ficciones y acontecimientos; imágenes y melodías; héroes y villanos; eruditos y vedettes en el mosaico de la cultura mexicana. Una cuidada edición de su obra revelerá el impacto que ha tenido entre nosotros su manera de ver. Sus retratos de poetas y galanes de cines son certificados de pertenencia. Sus crónicas los aloja en el paisaje nacional con plenos derechos. La cultura mexicana se espesa con esa prodigiosa diversidad que Monsiváis documentó como nadie. Nuestra cultura no es, no puede ser el patrimonio de los eruditos y los inspirados: es nuestro vocabulario común.
Por eso no creo exagerado ubicarlo en el linaje de Alfonso Reyes y Octavio Paz. Como ellos, escribió convencido de que escritor y escritura son arcilla de la comunidad. Monsiváis está lejos, por supuesto, del ceremonial literario de estos poetas que incurrieron en la diplomacia. Pero, como ellos, honra aquella convicción de que la cultura es la verdadera formadora de comunidad. El intelectual como minero de riquezas desconocidas, y guardián del patrimonio común. El intelectual como el responsable de hacer habitable la nación. Reyes, Paz, Monsiváis representan tres búsquedas de nuestro albergue.
Leyendo a Reyes, el helenista, Carlos Monsiváis escribe que la inteligencia fabrica ciudades. La suya, como la de sus dos predecesores, ha forjado nuestra aldea. Reyes, buscaba enseñanzas en la antigüedad clásica. Pedía, para las izquierdas, el latín. Para las derechas, también. No aceptaba la condena a lo extranjero y lo remoto: lo mejor está siempre vivo y es nuestro. Paz escudriñó los símbolos de México para darle al país un espejo de mitos poéticos. Quiso encontrar nuestra cara en las metáforas de la memoria. Ambos pretendieron, con la persuasiva seducción de su elogio, moldear el lenguaje y la imaginación de México. No es distinto el propósito de Monsiváis el cronista, el crítico, el activista. El coleccionista no va en busca de lecciones ahí donde brotó la civilización occidental. Tampoco paladea las insinuaciones de la soledad mexicana o los emblemas de la conquista. Nos invita a conocer las carpas, los sonetos, las telenovelas, las fiestas, los chistes, las organizaciones de la gente. México no necesita ser instruido por la filosofía ateniense ni ser inventado por la poesía: merece ser visto. A verlo y a mostrárnoslo, se dedicó Carlos Monsiváis.
En 1986 Octavio Paz dio una conferencia en la Universidad de Austin. La revista Literal recuperó la grabación que hizo David Medina y la ha publicado en su edición de primavera: "Escritores y artistas en la historia de México". Incluye también una nota introductoria de Yvon Grenier. En su conferencia, Paz apunta: "nuestros intelectuales fueron herederos de una vieja clase teológica, enamorados de las explicaciones globales en lugar de observar nuestras particularidades." En la conferencia, Paz reitera su desconfianza de las ciencias sociales. La economía y la sociología: "materias quizá dudosas." Su distancia no es meramente epistemológica sino política:
Las ciencias que tratan de dar explicaciones globales como la sociología me dan terror, especialmente cuando veo que fueron fundadas por el gran Augusto Comte, aquél que inventó la religión de la humanidad y otras peligrosas quimeras. Esta clase de intelectual, decía, ha sido fundamental en la modernización de la cultura de México y le debemos muchas cosas positivas. Sin embargo, debemos aceptar que no fue democrática: interesada en resolver los problemas sociales, siempre quiso actuar desde el poder. De alguna manera y en su gran mayoría, pensaban que los problemas sociales se resolverían por decreto, desde el poder o a través de la educación. Reproducían así el despotismo ilustrado de Carlos III: una actitud intelectual desconfi ada de lo particular y con una gran esperanza en la acción fi lantrópica realizada desde arriba. En suma, los intelectuales no sólo se convirtieron en colaboradores del Estado sino en una suerte de consejeros de los nuevos príncipes.
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