De La mejor infografía norteamericana del 2013, con prólogo de David Byrne.
De La mejor infografía norteamericana del 2013, con prólogo de David Byrne.
Un presidente hace de su gabinete un espejo de sí mismo. El jefe impone un estilo que, tarde o temprano, se convierte en sello de equipo. El gabinete de Enrique Peña Nieto es un gabinete sin argumentos. El gobierno impulsa un par de reformas relevantes y no hay quien salga a la plaza pública a defenderlas. Tan pronto como se anuncian las iniciativas de reforma, emprenden la retirada sus promotores. Son los enemigos de las reformas quienes ocupan el espacio público, mientras los representantes del gobierno se ocultan.
Oficialmente existe un Secretario de Energía. Al parecer, no está vacante la dirección de Petróleos Mexicanos. Pero ninguno de esos funcionarios ha dado la batalla pública por la reforma que propone el gobierno. Entiendo que deben tener mucho trabajo. Imagino que su agenda estará repleta de reuniones y ceremonias; que leerán documentos y dictarán sus instrucciones. No sugiero que estén rascándose la barriga mientras se esconden. Lo que percibo es que en el trajín de su semana no hay espacio para exponer públicamente las razones de la reforma que ha propuesto el presidente. Quienes ocupan el debate con argumentos—sean convincentes o no—son los enemigos de la reforma. A ellos se les puede escuchar en el radio y la televisión, se les puede ver convocando a manifestaciones públicas de repudio, se les lee en manifiestos y declaraciones. Mientras tanto, el gobierno se hace escuchar con anuncios de radio y de televisión. La imaginación discursiva se reduce a la producción de comerciales. Nada más. El gobierno federal no tiene argumentos pero tiene una agencia de publicidad.
Garry Wills publica un artículo muy interesante en el New York Review of Books: la crisis política de los Estados Unidos tiene, a su entender, rasgos del antiguo secesionismo. Los extremistas de la derecha norteamericana no reconocen las leyes del gobierno federal ni las resoluciones de la Suprema Corte. "El problema con los republicanos modernos no es el fanatismo de los pocos sino la cobardía de los muchos."
Breaking Bad, la serie de Vince Gillian que acaba proyectar su último episodio, narra la transformación de un mediocre en un malo. Una fábula del Mal a la que se le arrebató la moraleja. El éxito de la serie ha estado acompañado por apuntes de distintos vuelos sobre el significado de esa fascinante mudanza moral. La serie llevó a Enrique Vila-Matas a pensar en Rousseau. Walter White, el infeliz profesor de química convertido en el exitoso cocinero de metanfetaminas, recorría el mismo camino que el paseante sentimental—pero en sentido contrario.
Andrew Sullivan interpreta la perversidad de Walter White como maquiavélica. White es, para él, una especie de príncipe de Alburquerque que abandona la moral tradicional para conquistar un imperio. Un príncipe nuevo que no sigue las reglas convencionales e impone su voluntad. Sullivan, un estudioso serio de la teoría política, cree que Breaking Bad debe emplearse en clase para explicar la idea del honor y de la virtud en Maquiavelo. Estoy totalmente en desacuerdo. La idea del mal de Breaking Bad es radicalmente distinta a la que se dibuja en El príncipe, esa joya del pensamiento político occidental que este año cumple 500 años. Breaking Bad no retrata el mal que se trasmuta en bien cuando se pasa por el matraz del Estado, no es el mal que engendra el bien, ese mal que, por sus efectos, redime. Es que la aventura del químico con cáncer no es la de un maleante menor que se transforma en el gran capo y forma un reino (como el de Milton Jiménez en El cartel de los sapos, si seguimos hablando de series de televisión), sino la de un solitario que encuentra vida en la transgresión, un hombre que acumula millones, sólo para esconderlos en barriles. Walter White ganó dinero pero no talló poder. Descendió a los infiernos pero no se mudó de casa. Nunca vivió en una mansión repleta de sirvientes.; apenas llegó a comprarse un coche… y, en realidad, no lo disfrutó.
La escena del capítulo final que imprime sentido a toda la serie es perfecta. (Si no ha visto el último episodio, tal vez es mejor que cambie de página) Walter White regresa a casa para despedirse de Skyler, su esposa. Es el momento de la verdad. El hombre sabe que su muerte es inminente. Ya no tiene sentido la hipocresía de las buenas intenciones, la pose del sacrificio. No, le confiesa: no mentí, no robé, no lastimé, no maté por ustedes, para darle una vida mejor a mi familia. “Lo hice por mí. Me gustó. Era bueno en lo que hacía. Y sentí que estaba realmente… vivo.” Lo hice por mí, dice Walter White. Y no pide perdón. Hice el mal para sentir la vida. Hice el mal para probar la vida. De eso trata Breaking Bad: de la vitalidad del Mal.
Esa no es, en modo alguno, una visión maquiavélica. El príncipe virtuoso de Maquiavelo nunca hace algo para sí, por el simple placer de quebrantar las reglas. Si ha de apartarse del bien es sólo por necesidad, por lo que otros llamarían “razón de Estado.” El mal no puede ser fuente de placer para el príncipe: si acaso, es el dictado de su responsabilidad histórica. El príncipe debe aprender a no ser bueno porque necesita salvar la barca común, no porque disfrute la infracción. El Mal de Breaking Bad no es el mal provechoso de Maquiavelo: es el Mal de la voluntad de San Agustín. En sus Confesiones, San Agustín recuerda un robo que cometió siendo muy joven. Había un peral con frutas muy poco apetitosas, no tenía hambre pero estaba con unos amigos y, juntos, sintieron el impulso de robarlas. ¿Para qué? Para tirárselas a los cerdos. Mi maldad no tuvo más causa que la maldad, escribe. Robar me era grato porque era prohibido. “No era gozar de aquello lo que yo apetecía en el hurto, sino el hurto y el pecado mismo.”
¿No es esa la confesión de Walter White? El Mal es su propia recompensa.
Ha muerto uno de los grandes estudiosos de la democracia en el mundo. Desde New Haven, el español Juan J. Linz provocó discusiones fructíferas sobre la salud de las democracias. Estudió su nacimiento y su muerte, sus padecimientos, su anatomía institucional, su metabolismo, su compleja fisiología. Pero lo importante no fue solamente lo que dijo sino también lo que suscitó. Hay pensadores que concluyen, otros que convocan. Juan Linz fue un académico de semilla. Sus estudios fijaron una agenda de reflexión. Por supuesto, sus monografías eran piezas académicas acabadas, impecables muestras de inteligencia y de rigor. Fue un comparatista ejemplar. Cada idea encontraba asidero en mil casos: constituciones en un continente y en otro, experiencias cercanas y distantes. El politólogo encontraba en la comparación el gozo del científico en su laboratorio: la aventura de probar hipótesis, la emoción de hallar conocimiento. Quien sólo sabe de su país no sabe nada, ni siquiera entiende a su país.
Por eso, al ponerle nombre político al franquismo, nos ayudó a entender mejor la política mexicana. La dictadura española era ostentosamente antidemocrática y, sin embargo, estaba lejos de ser una dictadura totalitaria. Los nudos de su poder eran distintos, otro su dispositivo de legitimación. Se trataba de una configuración política peculiar: un régimen autoritario. A Juan Linz debemos el concepto. Algunos vieron en esta fórmula una descripción benévola del franquismo. Discrepo: se trataba de una precisión conceptual relevante. La crítica gana cuando se afila, cuando discierne, cuando enfoca. Bajo el autoritarismo, el poder no está en juego pero hay espacios—limitados, por supuesto—para la organización independiente que resultan inadmisibles bajo la dominación totalitaria. En el autoritarismo pueden existir franjas de autonomía, siempre y cuando no pongan en riesgo el núcleo del poder autocrático. Y, lejos de servir a una Idea, el régimen se monta en una mitología difusa e incoherente. Para comprender la democracia, pues, había que trazar con claridad sus fronteras, entender qué es un régimen totalitario, un régimen autoritario o, lo que después examinó con fascinación por los extremos, un régimen sultanista. Su aporte fue crucial: sólo la precisión nos permitiría comprender la naturaleza del bicho autoritario y anticipar, en consecuencia, las rutas de su transformación.
Linz: el futuro de la democracia
Una conferencia de Juan J. Linz del 27 de octubre de 1987, escuchada en la página de la Fundación March. (Ahí también las lecciones previas de Linz)Fernando Pessoa
(Falta una cita de Séneca)
¡Ay qué placer
No cumplir un deber,
tener un libro para leer
y dejarlo de hacer!
Leer es cosa pesada,
estudiar es nada.
El sol dora
sin literatura.
El río fluye bien o mal,
sin edición original.
Y la brisa,
de tal naturalmente matinal,
como tiene tiempo, no tiene prisa...
Los libros son papeles pintados con tinta.
Estudiar es una cosa en que se halla indistinta
la distinción entre nada y cosa alguna.
¡Cuánto mejor, si hay bruma,
que el rey Don Sebastián nos tenga
espera que te espera, aunque no venga!
Grande es la poesía, la bondad y las danzas...
Pero lo mejor del mundo es la infancia,
flores, la música, el luar y el sol que sólo peca
cuando en vez de crear las cosas, nos las seca.
Pero más que esto
es Jesucristo,
que no sabía nada de finanzas,
ni consta que tuviese biblioteca...
Traducción de Ángel Campos Pámpano en Fernando Pessoa, Un corazón de nadie, antología poética, Galaxia Gutenberg, 2001
Robert Pinsky escribe sobre la comedia de Seamus Heaney. "La comedia irreverente subvierte, escribe Pinsky, pero no es necesariamente hiriente. Su mejor carcajada puede ser burlona sin ser cruel." Heaney encarnaba ese principio: un sentido cómico que era agudo, no malicioso.
El espacio cultural de nexos publica un "retrato incompleto" de Seamus Heaney, escrito por su extraordinaria traductora Pura López Colomé, y su versión de "De no haber estado despierto":
De no haber estado despierto, me lo habría perdido:
El viento se alzó y giró, haciendo resonar al techo
Entre las hojas del sicomoro al vuelo,
Y me levantó en un resonar idéntico,
Vivo y pulsando, un alambrado eléctrico:
De no haber estado despierto, me lo habría perdido:
Llegó y se fue inesperadamente
Y diríase casi peligrosamente,
Como un animal camino a casa,
Una ráfaga mensajera en fuga,
Pasó como si nada. Para nunca
Jamás volver. Y ahora menos.
*
Más de Heaney en el blog:
La esperanza en el pantano
Cavar
Heaney sobre Milosz
En 1994 el Instituto de Estudios para la Transición Democrática publicó el ensayo de Juan J. Linz sobre el tiempo y el cambio político. Alonso Lujambio, su discípulo, publicó, en coautoría con Helena Varela, el estudio introductorio. Escribe ahí:
La primera gran contribución que hace Linz (...) es una crítica al modelo dicotómico totalitarismo-democracia, al tiempo que propone una nueva clasificación de los regímenes políticos. Para Linz, la clasificación totalitarismo-democracia, dominante en los años cincuenta, no resultaba exhaustiva porque no lograba comprender las distintas maneras en que los diferentes regímenes políticos resolvían los problemas comunes a todos ellos: el mantenimiento del orden y las fuentes de legitimidad, la articulación e institucionalización de intereses, el reclutamiento de las élites políticas, los mecanismos de toma de decisiones y de elaboración de políticas, las relaciones entre distintas esferas institucionales tales como la burocracia, las fuerzas armadas, los grupos religiosos, los intelectuales, los factores de la producción. El problema con el que se encontró Linz es que, teniendo en cuenta todos estos factores, había muchos regímenes políticos que no podían enmarcarse ni en lo que se entendía por una democracia ni en lo que se entendía por un sistema totalitario. Ante esta limitación, a principios de los años sesenta, acudiendo a la metodología weberiana de los 'tipos ideales' y a partir de la experiencia de la España franquista Linz propone en "Una teoría del régimen autoritario" la caracterización de un régimen que no es ni totalitario ni democrático, que no es ni una democracia imperfecta ni un cuasi-totalitarismo, que tiene una dnaturaleza distinta, con características que le son propias.
Adonis
Os dije
que he escuchado a los mares
leerme sus poemas,
que he escuchado a la campana
que dormita en las conchas.
Os dije
que he cantado en la boda del diablo,
en el banquete de la fantasía.
Os dije
que he visto en la lluvia de la historia,
en la distancia encendida,
un hada y una casa.
Como navego dentro de mis ojos,
os dije que lo había visto todo
desde el primer paso
por la distancia.
Versión de Pedro Martínez Montávez.
Por unos minutos, el Senado se convirtió en un Comité de Actividades Antimexicanas. Un comité que, a pesar de tener un solo miembro, habla mucho de una tendencia de nuestro debate público: describir al adversario como enemigo de la patria tejiendo complejas conspiraciones de las fuerzas obscuras para adueñarse del alma nacional. Para el cazador de antimexicanos no hay discrepancias que merezcan esclarecerse: sólo deslealtades que deben ser denunciadas públicamente. El Senado había organizado un foro para debatir la reforma energética. Para la primera sesión fueron invitados Cuauhtémoc Cárdenas, Federico Reyes Heroles y Juan Pardinas, quienes expusieron sus ideas sobre el sentido del cambio necesario. El debate fue bloqueado por una inquisición breve e insustancial pero elocuente. Tras elogiar ritualmente a Cuauhtémoc Cárdenas, el senador Manuel Bartlett dijo, palabras más, palabras menos: tenemos frente a nosotros a dos agentes del extranjero. Pretenden entregar la riqueza mexicana a nuestros explotadores. No tiene sentido escuchar sus argumentos: son antimexicanos. La polémica es una distracción: lo importante es demoler el prestigio del interlocutor.
Un recurso frecuente del macartismo es el intento de anular la dignidad personal del adversario. El sospechoso carece de identidad, no tiene ideas propias, camina movido por el impulso de una agencia perversa. Es enemigo de la Patria pero actúa sin voluntad propia. Reyes Heroles no exponía sus ideas sino que actuaba como publicista del gobierno; Pardinas era un empleado de empresas extranjeras. El conspiratismo necesita oponer su épica de dignidad a la farsa de los títeres; los patriotas contra esos trapos que son movidos por el maligno. El otro ha sido lobotomizado por el comunismo internacional, por las potencias extranjeras, por la raza sucia. El macartismo es el patriotismo que se remanga la camisa, dijo Joseph McCarthy para justificar su cacería. Bartlett se imaginará patriota en lucha contra los desleales. Su intercambio con Juan Pardinas en el Senado refleja esa vertiente de nacionalismo persecutorio que lanza descalificaciones sin necesidad de aportar pruebas y sin perder el tiempo elaborando una sola idea. Para el coordinador del grupo parlamentario del PT en el Senado, el Instituto Mexicano para la Competitividad que dirige Pardinas no es más que una institución al servicio de los Estados Unidos. El hecho de que Pardinas haya participado en una reunión del Centro Woodrow Wilson de Washington lo convierte en un empleado del gobierno norteamericano.
Orgulloso de su desplante, el senador escribió después que había desenmascarado a un “vendepatrias”. Ése es, en efecto, su vocabulario… y su mundo. Era el deber de un “nacionalista” exhibir a quien entrega las riquezas de México al extranjero. De eso hay que hablar: de la coartada nacionalista. Sigue vigente en ciertos círculos la convicción conservadora (que aquí pasa por progresista) de que el nacionalismo es idéntico al patriotismo. Que el único que cuida los intereses nacionales es el nacionalista. No lo es. El siglo XX debió enseñarnos algo. El nacionalista no busca lo mejor para México, busca lo propio. Le importa el certificado de origen de las propuestas para desentenderse de sus efectos. Por eso el gran crítico Jorge Cuesta decía que el nacionalismo era el colmo de la fatuidad. El nacionalista es el aduanero del gusto, el aduanero de las ideas. Lo nuestro es siempre preferible a lo ajeno por la sencilla razón … de que es nuestro. De ahí su filiación profunda con el conservadurismo: el nacionalista se empeña en preservar porque no se atreve a imaginar. Si algo sirve afuera no funcionaría aquí. Somos únicos, somos irrepetibles, somos incomparables. El exterior es siempre amenaza de contaminación, un peligro para nuestra identidad. El nacionalista está convencido de que su miopía es rasgo de superioridad ética. No ve de lejos porque no le interesa, porque cree que lo distante es inservible. No parece preocuparle a los perredistas que el modelo que defiende el ingeniero Cárdenas sea único en el mundo. Que no haya país en el planeta que siga su esquema es, tal vez motivo de orgullo: si no hay nadie como nosotros, no podemos tomar ejemplos de nadie.
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