A la muerte Eric Hobsbawm, he vuelto a los retratos que se hicieron, frente a frente, Tony Judt y el gran historiador marxista. Retrato de un historiador por otro, elogio y crítica de un intelectual a otro, esbozo moral de un habitante del siglo XX al otro. Podría verse en ellos a dos gigantes que representan la rica y compleja tradición de la izquierda británica: dos versiones del impulso justiciero que surge del marxismo para apartarse de él o para ser siempre fiel a su fuente. Es Hobsbawm quien detecta la fibra esencial que los une. “Ambos supimos que el siglo XX sólo puede ser comprendido integralmente por aquellos que se hacen historiadores porque han vivido a través de él; ambos compartimos una pasión básica: la política como clave para nuestras verdades y para nuestros mitos.” La historia no fue para ellos una disciplina, fue la pasión en la que se encontraron.
Hobsbawm escribe de Tony Judt al publicarse como libro póstumo, la conversación con Timothy Snyder en la que repasa en conversación el curso de su siglo xx. El libro fue uno de los testamentos que pudo dejar mientras peleaba con una enfermedad brutal. Hobsbawm, desde luego no trafica emocionalmente con su juicio sobre el colega. Es elogioso sin dejar de ser severo. El libro póstum de Judt simplemente no es un gran libro. No podría serlo por las condiciones en que fue compuesto. Pero es, de cualquier modo la obra admirable de un historiador de fuste: un modelo para la razón civilizada donde el pensador es capaz de examinar sus certezas y advertir la forma en que su vida ha sido hecha y deshecha por su tiempo. A Hobsbawm no le atraen los primeros trabajos académicos de Judt sobre el socialismo en la provincia francesa. Dedicarse a la cartografía de la izquierda francesa le parece un empeño universitario tal vez erudito pero a fin de cuentas trivial. El comunista no sentirá un interés por Francia tras la Revolución. A ese país crecientemente marginal se le negó un Lenin y lo desposeyeron del Napoleón que tuvo. Francia, desde entonces, se alojó en el reino de Asterix.
Hobsbawm admiró la ambición monumental de Posguerra, el inmenso libro de Judt. Se trataba de una obra de plenitud intelectual que finalmente lo situaba como un historiador reconocido. Pero Judt, más que encontrar el equilibrio del historiador ponderado, buscaba a toda costa ganar el argumento. El polemista de talento y mecha corta fue alejándose de la academia para encontrar emoción en el debate público. Ahí fue donde Hobsbawm lo vio intoxicarse con las toxinas liberales de Furet o Aron. Su vida pública, concluye Hobsbawm terminó adormilado con los cuentos de hadas de una revolución de terciopelo que fue, más bien, una revolución entre comillas.
Judt había escrito un ensayo extenso sobre Hobsbawm cuando éste publicó sus memorias. La fascinación que Judt sintió por el explorador de las tradiciones inventadas fue inmensa. No solamente lo supo todo, sino que lo sabía decir bien. Hobsbawm fue un maestro de la prosa inglesa. Y sin embargo, una verdad elemental y profundísima se le resistió: la aberración del comunismo. El personaje seduce a Judt por ser el lado opuesto de los personajes a quienes tanto admiró: aquellos desencantados que reconocieron que su dios había fallado y decidieron remar contra sí mismos.
El Hobsbawm que Judt logra retratar es un enamorado del orden y de la jerarquía. Un mandarín inseguro que no se atrevió a confrontarse. ¿Cómo es que esta inteligencia excepcional no abandonó el barco ante la evidencia del monstruo en el que se convirtió su 1917? El temor a encontrarse en mala compañía no es signo de pureza política, escribió Koestler. Es, más bien, falta de confianza en uno mismo. Ese temor a quedar cerca de los excomunistas a los que aborreció hasta el último de sus días, lo llevó a aferrarse a lo indefendible, dice Judt.
El terco mandarín y el boxeador encandilado.
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